El griterío
“Para decir que los buenos no fueron vencidos porque eran buenos sino porque eran débiles, hace falta valor. Naturalmente, hay que escribir la verdad combatiendo la falsedad, y no puede ser una cosa genérica, abstracta y ambigua.” (Bertolt Brecht).
Hace tiempo que escribí unas notas sobre el ruido político mediático y en estos días sigo poniendo la oreja para captar algo sugerente, significativo y eufónico en medio del griterío con que la Derecha trata de sustituir la reflexión y el debate sobre lo (el) porvenir de este agostado país. Menos mal que he tenido la oportunidad de leer textos interesantes entre la muy copiosa acumulación de opiniones, chismorreos y exabruptos. De todo ello me estimulan especialmente las referencias a la cultura consumista, esa perversa inoculación de valores y estilo de vida por la que terminas queriendo aparentar que no eres lo que produces (ni cómo lo produces) sino lo que consumes y a quién se lo debes. (Ya no sé qué es peor).
El caso es que veo la televisión. Obviamente, me la trago en pequeñas dosis, por prudente estrategia aplicable a la ingesta de cualquier psico-fármaco, pero tengo que reconocer que he experimentado notables efectos, quizás al margen de la intención de los que han organizado las sesiones de telemarketing. En vez de sumarme a la emoción me instalé en el distanciamiento.
Lo primero que creí notar es que la tv se salta aquella máxima de “una imagen vale más que mil palabras” y se empeña en ofrecer una cascada de fonemas por cada imagen en pantalla. No digo que no haya imágenes que llamen la atención, pero la palabrería…
Palabras, palabras, palabras… ¿Informan, explican, forman? Más bien parece que pertenecen a la modalidad del “anda jaleo, jaleo” con mucho alboroto inacabable porque, siguiendo el estilo de nuestros tertulianos político-esperpénticos, los opinadores hablan todos al mismo tiempo, intentando quizás que la narración superpuesta aparente la emoción que no ofrece la acumulación simplona de tópicos y banalidades que, desde luego, no explican cabalmente lo que estamos viendo. En todo caso, lo reinterpretan.
Por supuesto se habla más del deportista que del Deporte, como otros hablan más del político que de la política. Signo de los tiempos: en vez de un reportaje, de un análisis, de una descripción documentada, te ofrecen unos emoticones sonoros al servicio de un mensaje ramplón e individualista. Y si vamos no a los significados de las palabras sino a la melodía y ritmo del discurso, entonces, curiosamente, se acaba cualquier posible apariencia de oferta sofisticada y nos metemos de lleno en la estética de una salmodia de masas. Una fascinante modalidad de individualismo contradictoriamente aborregado.
Lo mejor del experimento es cuando tienes que asumir tu papel en el espectáculo: Por mucho que te quieras creer que te lo están contando en la intimidad para que vivas personalizadamente tus emociones, lo único que de verdad quieren que hagas es que te sumes, uno más en la gigantesca grada de los espectadores, al ensordecedor griterío.
Por eso debemos insistir, allí donde podamos enviar nuestro mensaje argumentado, sobre la necesidad de apagar los canales de televisión reaccionarios y tomar un buen libro, un buen texto que nos haga pensar, que nos invite a reflexionar, a buscar los antecedentes de los hechos actuales, que a todos nos afectan, para poder comprender mejor el presente, que siempre hay que arreglarlo para tener futuro. Como diría Pierre Vilar “`pensar históricamente”. A lo mejor nos ayuda, como proponía Mark Fisher, (recientemente citado por el tertuliano Antonio Maestre) a construir la solidaridad de izquierdas y de clase superando las incesantes divisiones identitarias propias de la cultura neoliberal y que -según Fisher- dejan un residuo horrible: un olor a falsa conciencia y moralismo de caza de brujas.