El origen real de la corrupción en España (y 3). La extensión de la corrupción en el aparato de estado

Esta entrada es la parte 3 de 3 en la serie El origen real de la corrupción en España

La corrupción heredada del franquismo, estimulada con la inviolabilidad del Rey, pronto se desbordó por todo el sistema político y económico.

Tras analizar como esencial la continuidad del régimen del 78 con el franquismo, ante la ausencia de una ruptura democrática, se facilitó la persistencia de la corrupción generalizada dentro del nuevo régimen, con el protagonismo del Rey y su extensión al resto del sistema político y amplias capas de la sociedad, comunidades autónomas, ayuntamientos… generando finalmente una seria crisis que ha obligado hasta a la abdicación de Juan Carlos I.  Debemos plantearnos si la monarquía borbónica  permite la gobernación del país con arreglo a parámetros democráticos, o si como reitera nuestra experiencia histórica, la respuesta es negativa, y debe considerarse una alternativa republicana y rigurosamente democrática.

La corrupción heredada era sistémica y trajo inevitables consecuencias. En el gobierno de Felipe González, empezaron a amontonarse los casos de fraude: Todos recordamos a Gabriel Urralburu, Presidente de la Comunidad Foral de Navarra, en la trama del asunto Roldán;  el caso  Banco de España y el del BOE o Roldán quedándose hasta con el dinero de los huérfanos de la Guardia Civil; las consecuencias de la expropiación de Rumasa; el «enriqueceos» de Solchaga, y un sinfín de casos que finalmente acabaron llevándose por delante aquel gobierno, al que la derecha calificaba como corrupto, olvidando que en modo alguno había inventado este sistema; lo que primero había hecho era heredarlo, y luego beneficiarse de él.

Imposible olvidarse en este breve repaso, de la utilización de los GAL en la guerra sucia contra ETA, sucediendo a la ya iniciada también anteriormente con el llamado Batallón Vasco Español, la Banda Antiterrorismo ETA, creadas bien bajo el franquismo, bien bajo el gobierno de la UCD, pese a que hipócritamente la derecha se rasgaba las vestiduras como si las hubiera inventado el Gobierno de Felipe González.

Especial mención, pues ya revelaba el gravísimo clima de deterioro y bancarrota institucional, lo constituyó el robo de secretos del CESID por parte de uno de sus mandos, el coronel Perote, que los vendió a otro de los amigos del emérito, Mario Conde, con los que pretendieron chantajear al Estado. Precisamente fue Ernesto Ekaizer quien publicó en El País el 24 de septiembre de 1995 el artículo titulado «chantaje puro y duro», en que denunció que «lo que pretendía el sr. Conde era chantajear al Gobierno para que suavizara su situación judicial a cambio de  no difundir la información… que había robado Perote de los servicios secretos». El coronel Perote fue condenado a 7 años de prisión por sustraer 1.245 microfichas del actual CNI que afectaban a la seguridad nacional, incluyendo escuchas sobre el Rey Juan Carlos I. La divulgación de las mismas costó el cargo al vicepresidente del gobierno Narcís Serra y al ministro de defensa Julián García Vargas, y la dimisión del general Emilio Manglano como jefe de los servicios secretos. Este escándalo aceleró el fin de la etapa de Felipe González en el gobierno.

No alcanza la misma gravedad, pero no podemos dejar de recordar, la vergonzosa puerta giratoria en que se ha embarcado el último Jefe del CNI, general Félix Sanz Roldán, contratado en 2020 por Iberdrola,  tras cesar por jubilación en su cargo, como «asesor» de su presidente Sánchez Galán, imputado por contratar con fines ilícitos supuestamente a otro personaje que no debemos olvidar al evocar las fechorías cometidas en nuestro país, el comisario Villarejo, del que era al parecer enemigo jurado, tras haberse embarcado uno y otro en actividades de espionaje acerca de la célebre Corinna.

Juan Carlos I y su amante Corinna Larsen a quien le donó 65 millones de euros. Fuente: Semana, 19.03.20
Juan Carlos I y su amante Corinna Larsen a quien le donó 65 millones de euros. Fuente: Semana, 19.03.20

No hace falta detenerse excesivamente en los gobiernos de Aznar. Fue su superministro económico Rodrigo Rato, el que quizás ha batido los récords de procesos penales derivados del continuo fraude a los fondos públicos, tras haber privatizado previamente las principales empresas del país. Uno tras otro, los ministros de Aznar se han ido viendo imputados en procesos por corrupción: Acebes, Zaplana, Matas, Trillo, Arias Cañete, Álvarez Cascos, Arenas…

A lo que hay que añadir los affaires de diez Presidentes de Comunidades Autónomas, destacando Pujol y Chaves, y en fin, la gran cantidad de cargos públicos municipales, hasta llegar a la situación de los últimos años, en que la Justicia ha declarado incluso que el PP es un partido que protagoniza la corrupción.

Todo esto ha trasladado a  muchos ciudadanos la idea de que la propia política es una actividad corrupta, y tras escandalizarse primero, han llegado a creer que esto no tiene solución, que no hay otro camino que escudarse cada uno en sus propios intereses. Y acaban alejados de ponderar la necesidad que tiene la sociedad de los valores de honradez y dignidad, de primacía del  bien común, de servicio público, para funcionar de manera adecuada y justa.

Así que a la pregunta de cómo ha sido posible la instauración de tan enorme sistema de fraude generalizado, protagonizado por amplios sectores del empresariado en connivencia con parte de responsables institucionales en nuestro país, es preciso responder de manera clara, que junto con el aparato de estado del franquismo, se heredaron sus mecanismos de actuación, y que siendo el Rey protagonista de las actuaciones deleznables comentadas, desde el propio corazón del Estado, y protegido por una inmunidad penal sin límites,  lo normal es que tales prácticas se fueran extendiendo y consolidando. Tengamos presente que aquella maquinaria defraudadora para seguir funcionando tenía que ir acompañada de la neutralización de los controles, de la complicidad de políticos, funcionarios, policías, jueces, medios de comunicación, y sobre todo, de un cierto clima de inmoralidad  que la consentía.

Por ejemplo, las puertas giratorias. Si algo repugna de este sistema, es la evidencia de que sirve para colocar los intereses públicos al servicio de los privados. Pero, ¿cómo va a lucharse contra esta actividad, si  lo que se hacía desde la Jefatura del Estado era eso precisamente, utilizar el cargo público de mayor transcendencia para obtener beneficios privados?

En definitiva, la corrupción, omnipresente en el franquismo, acaba permeando más tarde a las instituciones, a los gobiernos, a los políticos, a los funcionarios, anima a este plan de actuación a los empresarios, y explica la causa por la que  se ha extendido en España.

Así que podemos observar cómo el régimen del 78, a estas alturas, está afectado de una importante crisis, que alcanza a su más alta Jefatura, que se ha revelado como la clave del engranaje de corrupción que ha acabado generando un descrédito muy amplio de la actividad política y de los políticos en general. Esas actuaciones que supeditan los intereses públicos a los  privados  acaban por erosionar a las principales instituciones políticas del País, como el Gobierno, los partidos políticos, el Consejo General del Poder Judicial, el Tribunal Constitucional, los Cuerpos de Seguridad, el Servicio de Información, etc. creando una situación de difícil solución.

La transición tuvo como principal objetivo para las fuerzas del franquismo, salvar todo lo salvable para continuar manteniendo sus privilegios nacidos de la violencia. Ya hemos visto que tuvieron éxito, escudados en su principal baluarte, la Monarquía, que se preservó de control popular y judicial, incluido un Referéndum para determinar de qué forma de estado deseaba dotarse el pueblo español.

Sin embargo, las consecuencias para los ciudadanos están a la vista.

Delenda est Monarchia, escribió Ortega y Gasset en su artículo titulado «El error Berenguer», de 15 de noviembre de 1930, en el diario El Sol : la monarquía debe ser destruida.

Esto no lo decía un revolucionario. Ortega era un burgués muy situado, que llevaba décadas intentando civilizar a la rapaz y agreste monarquía española, intentando que dejara atrás sus aspectos más regresivos, más vinculados al antiguo régimen, a la Iglesia ultramontana, al Ejército intervencionista, a la corrupción, a las guerras de África…

Y lo planteaba en unión de una serie de personajes muy alejados de cualquier posición revolucionaria, tales como Alcalá Zamora, Miguel Maura,  Gregorio Marañón, Ramón Pérez de Ayala, Justino de Azcárate, Bernardo Giner de los Ríos, José Pareja Yébenes, entre otros.

Muchos de ellos, incluido el propio Manuel Azaña, eran personas muy «templadas», políticamente moderadas, habían sido monárquicos, realizado continuos intentos por civilizar a la monarquía y el bloque de poder que se organizaba en su entorno, y observadores con desaliento de los continuos fracasos de modernizar el país con Alfonso XIII.

Hoy día la situación no es exactamente equiparable a la de entonces en algunos importantes parámetros, de los que destaca la diferente situación económica; la integración en Europa con sus condicionamientos; el ejército ya no aparece en primer plano, organizado fundamentalmente dentro de la estructura de la OTAN, no obstante el afán conocido de algunos de sus jubilados por fusilar a 26 millones de españoles; la propia estructura de la sociedad española.

Pero el talante autoritario de la derecha, el mecanismo de corrupción generalizada que existe en el país que afecta a sus instituciones, la lamentable desigualdad social y económica que persiste, tanto ante la ley como en cuanto a las condiciones materiales, el proceso de  privatización del aparato de Estado, el protagonismo inconcebible e inadmisible de la Iglesia Católica en la enseñanza, incluida la universitaria, en beneficio de las élites económicas que situadas bajo la clave de bóveda de la Monarquía borbónica, van recordando aquella etapa anterior y configuran, junto a la radicalización ultra protagonizada por Vox,  una situación de agotamiento del régimen, que exige como mínimo la actualización de un nuevo proyecto político, en el que la perspectiva republicana y de democracia plena se  establezca en  un horizonte próximo sobre el que puedan pronunciarse los españoles.

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