España y Los Estatutos de limpieza de sangre

Por mucho que los revisionistas históricos pretendan igualar las iniquidades hispanas con las que cometían nuestros vecinos, hay una Institución sobre la que no cabe parangón, tal y como está reconocido de manera indudable, y de cuya singularidad alardeaban incluso sus defensores coetáneos: Los Estatutos de limpieza de sangre. Diversos autores consideran esta persecución de los conversos como una de las causas de la escasa pujanza de la burguesía en España y la perpetuación del antiguo régimen.

Nuestro país ha presentado algunas peculiaridades a lo largo de su historia, de carácter tormentoso, que la han condicionado y explican muchos de nuestros problemas actuales.

En su continuo proceder para controlar el relato, como se dice ahora, las fuerzas conservadoras no han ahorrado esfuerzos para minimizar nuestras diferencias, señalando que realmente son similares a las que han sufrido otros países europeos, que las peores críticas se deben a la leyenda negra urdida por nuestros enemigos…

Así se destaca por ejemplo en el auténtico best seller del revisionismo histórico, el libro Imperiofobia y leyenda negra: Roma, Rusia, Estados Unidos y el Imperio español, de Elvira Roca Barea, que va por muchísimas ediciones, apoyado por toda la prensa y medios reaccionarios: lo que ocurrió en España pasó en todos lados, la actuación en América fue ejemplar, si acaso algún pequeño exceso, la Inquisición no mató a tantos, actuaba de manera legal y burocrática, en todas partes cuecen habas… este suele ser el mecanismo de justificación o embellecimiento de cada una de esas “peculiaridades” que han caracterizado la actuación de los gobernantes y las élites españoles durante largos períodos de tiempo.

Se mengua así la dramática actuación de la Inquisición española, muy distinta de las restantes que se instituyeron en otros países europeos y americanos por influencia de las metrópolis, obviando sus más crueles peculiaridades, la dependencia doble del rey y de la Iglesia, el secreto de procedimiento, sus penas que caían no solo sobre los supuestos herejes, sino también sobre sus descendientes hasta la quinta generación, la negativa a informar sobre la identidad de testigos y acusadores, y el elemento trascendental  de que en nuestro país duró nada menos que tres siglos y medio, hasta los años 20 del siglo 19, en que se tuvo que suprimir por la presión de las potencias del momento y sostén de la monarquía española, Francia e Inglaterra, que obligaron a Fernando VII a eliminarla, si bien los Obispos por su cuenta prolongaron algo más su vigencia, y los carlistas, más tarde, en cada una de sus algaradas reivindicaban su restablecimiento.

Para los que tenemos alguna lectura sobre estos temas, nos causó una especial inquietud oír a los miembros de la turba que ha estado acosando estos meses la sede del PSOE en Madrid, cuando gritaban, a estas alturas, “Torquemada era nuestro camarada”, y “fuera policía, viva la Inquisición” , pues era el grito de los apostólicos a principios del siglo 19 cuando se oponían a la propia creación de la policía en España, pues el orden público debía estar en manos inquisitoriales, según ellos.

Ilustración: Fernando Francisco Serrano.

Sin embargo, por mucho que los revisionistas históricos pretendan igualar las iniquidades hispanas con las que cometían nuestros vecinos, hay una Institución sobre la que no cabe parangón, tal y como está reconocido de manera indudable, y de cuya singularidad alardeaban incluso sus defensores coetáneos: Los Estatutos de limpieza de sangre.

Este mecanismo es hoy un perfecto desconocido, cuando ha sido una de las estructuras que más han marcado la historia española, de una importancia capital en nuestro devenir histórico, y también se prolongó en el tiempo con gran vigor durante los siglos 15,16 y 17, dando coletazos mucho tiempo después. Fueron abolidos formalmente en 1.835, así que juzgue el lector si tan penosa carga ha podido pasar en España sin dejar gravísimas secuelas.

Considerados por muchos autores como el origen del racismo moderno, su objetivo era perseguir a la población judeoconversa, impidiéndole el acceso a cualquier dignidad o profesión de cierta importancia, a veces de muy escasa trascendencia, basándose no en las actuaciones o supuestos deméritos de la persona en cuestión, sino de su “limpieza de sangre”, es decir, de la ausencia de cualquier mácula de sangre judía o mora, que fatalmente lo excluía de su posible acceso a cualquiera de estas dignidades, profesiones u oficios. 

Expulsados los judíos de España en 1.492, aquellos de esta religión que no quisieran correr esta suerte, tenían que convertirse al cristianismo. Es decir, que las actuaciones inquisitoriales y de los mencionados Estatutos de limpieza de sangre,  tras 1.492 no persiguen ya a los judíos que habían abandonado forzosamente el país, sino a los conversos, a los que se busca destruir, sañudamente, a lo largo del tiempo. Los Estatutos trajeron menos consecuencias para la población musulmana, mucho más numerosa y que a las alturas de 1.492 no se integraba en la sociedad cristiana, sino que mantenía su religión, ritos, hábitos y forma de vida y por lo general no aspiraba a puestos de relieve, dedicada a la agricultura fundamentalmente, y que sería expulsada, no obstante, tiempo después.

El libro posiblemente clásico sobre el asunto se debe al profesor americano, discípulo de Américo Castro, Albert A. Sicroff, segunda edición Taurus, 1979, agotado, difícil de encontrar salvo en alguna Biblioteca pública, titulado “Los Estatutos de Limpieza de Sangre”. Su primera edición se escribió en francés, y se llevó a cabo en 1.955.

El autor va directamente al fondo del asunto desde el prólogo: «Si me sorprendió entonces lo contraproducente de las medidas empleadas en España para borrar las huellas judaicas de su existencia, no me asombró luego menos ver que el propósito que no pudo lograrse en la realidad del país si se cumplió en la historiografía española. La extraordinaria eficacia con que los conversos fueron eliminados de ella ha sido atestiguada en nuestros días por Antonio Domínguez Ortiz cuando, a propósito de su primer encuentro con documentos sobre los estatutos de limpieza de sangre, declaró que por primera vez le revelaron la importancia que en la sociedad española del Antiguo Régimen tenía una cuestión que después llegó a ser absolutamente olvidada».

En la historiografía oficial se ha estado negando hasta hace dos días el carácter judeoconverso de Cervantes, de Fray Luis, de Santa Teresa, de San Juan de la Cruz, de Nebrija, de Luis Vives, de Gracián… por no citar sino a algunas de las figuras más eminentes que ha dado nuestro país.

Todavía hoy la Wikipedia señala nada menos que el gran erudito Benito Arias Montano era de origen hidalgo, «como prueba su apellido Montano, de la Montaña, es decir, oriundo de Cantabria, olvidando que esta auto adjudicación de apellido era uno de los muchos trucos que se veían obligados a practicar aquellos que querían que se les juzgara por sus actos, y no por su origen racial.» 

Arias Montano era uno de los principales eruditos de la época, hasta el punto de que Felipe II lo designó para formar la biblioteca de su obra más querida, el Monasterio de el Escorial, tras haber sido el representante español en la creación de la ingente obra de la Biblia Políglota de Amberes, en la que corrigió diversos aspectos de sus antecedentes, y formó un aparato bíblico sobre diversos extremos de aquella obra magna, que se compuso con versiones en hebreo, griego, arameo y latín, incluyendo otras versiones de las Escrituras Griegas Cristianas o Nuevo Testamento. Su patrocinador fue el rey Felipe II.

No es muy difícil sonreír al ver que el cuidado de Arias Montano en velar sus inequívocos orígenes judeoconversos sigue engañando a la Wikipedia, cuando ya los expuso ante la opinión pública en la época Lope de Vega, al escribir en uno de sus poema: «jamón prosciutto de español marrano…de la famosa Sierra de Aracena, adonde huyó del mundo Arias Montano…», aludiendo a nuestro personaje y su gusto de huir del mundanal ruido refugiándose en aquellos parajes serranos, que tal vez sugirieron a su amigo Fray Luis aquellos versos que comienzan por el «que descansada vida la del que huye del mundanal ruido y sigue la escondida senda por donde han ido los pocos sabios que en el mundo han sido», uno de los cuales era nuestro don Benito.

Tampoco nos sorprenderá su carácter de cristiano nuevo si tenemos en cuenta que la Inquisición lo fue persiguiendo durante años, y no lo procesó por la protección especial del propio Rey.

Los Estatutos no se establecieron de una forma ordenada. Cada Universidad, Colegio Mayor, estamento profesional, Catedral, Monasterio u Orden Militar, se lanzó a una carrera desaforada por establecer normas que discriminaran a los conversos, llegándose a los extremos más ridículos que pueda imaginarse, rivalizando unas entidades con otras en extremar los obstáculos que exigían la inexistencia de la menor “sangre judía” desde miles de años atrás para ingresar. Cuando alguna persona pretendía entrar en alguna de estas entidades, se iniciaba un exhaustivo proceso de investigación, con desplazamientos incluidos a su localidad de origen, para indagar sobre si alguno de sus tatarabuelos, bisabuelos, abuelos o padres tenía mezcla de este estigma. Como no abundaban las pruebas documentales, la principal era de testigos, con lo cual la multiplicación de denuncias -que se admitían anónimas–, sobornos, falsos testimonios, y todo tipo de corruptelas y actuaciones provocadas por odios o envidias, eran las protagonistas. Imagínese el lector la situación de semejante proceder organizado en los territorios hispanos. 

Gran cantidad de personas destacadas se negaban a querer ingresar en cualquiera de las asociaciones que tenían establecido tal mecanismo, para no correr el riesgo de que lo infamaran descubriéndole un tatarabuelo judío, pero es que además al que se lo encontraban perjudicaba así a toda su familia, pues la mancha se extendía al resto de la parentela.

Por eso, es frecuente encontrar en documentos de la época las reprimendas que muchos de sus familiares dirigían a quien buscaba la entrada en alguna de estas asociaciones, pues podía perjudicar, y de hecho así ocurría, a toda su familia extensa. 

Para la indagación se visitaban las Iglesias donde constaban los Sambenitos, otra pía costumbre hispana consistente en “prenda que señalaba a los condenados por la Inquisición por herejía”, símbolo de la infamia, que con el nombre del condenado se colgaba en los templos para perpetuar su mal nombre, y seguir perjudicando a sus descendientes.

La obsesión que se creó con este asunto fue tal que en diversos periodos el mayor porcentaje de pleitos que se seguían en España, eran los derivados de las indagaciones de limpieza de sangre, y su absurdo llegó a los gravísimos extremos de que muchas entidades no admitían a miembro del que solo existiese rumor de su ascendencia judía, aunque fuera falso.

Y como una parte considerable de esta población practicaba los oficios desarrollados en las ciudades, propios de la incipiente clase media, a saber, comerciantes, administradores, médicos, boticarios, sastres, financieros, la persecución se cebaba en ellos, hasta el extremo de que muchos cristianos viejos no querían ejercer tales trabajos, por miedo a ser sospechosos de judaizar.

Sin duda este acoso sobre lo que constituía la “clase media”, este debilitamiento, unido a la anterior expulsión de los judíos, ha tenido una considerable influencia para impedir el desarrollo de una burguesía pujante en España, y está en la base, junto con otras circunstancias, de la pervivencia del Antiguo Régimen en nuestro país durante tantos siglos y la dificultad para desmontarlo.

Tamaño disparate continuó vigente durante los siglos 18 y 19, y los propios ministros de la época ilustrada no se atrevieron a suprimirlos; aún en 1804 ningún caballero de orden militar se podía casar sin que un consejo estableciera la pureza de sangre de su cónyuge.

Tuvo que esperarse a la Revolución liberal española para que el 31 de enero de 1834 se abolieran, aunque siguieron vigentes para los miembros del ejército hasta 1859, y hasta 1870 era uno de los criterios que se utilizaban para el acceso a puestos de profesor o para ingresar en la administración pública.

Continuaron no obstante influyendo en la vida social, y cuando se realizó el esfuerzo serio para romper definitivamente con todo este sistema de divisiones y discriminaciones raciales o religiosas fue durante la Segunda República, siendo este, entre otros, el motivo del golpe franquista, bajo cuya dictadura aunque camuflados, otras veces sin ocultar, se volvieron a esgrimir “las maniobras judaicas” como perpetradas por la anti-España, así como se prohibió el culto de cualquier otra religión, se concedió el más amplio reconocimiento oficial a la católica, y se volvió a unir de manera absolutista el Estado con la Iglesia Católica, con un Jefe de Estado que era “caudillo de España por la gracia de Dios”.

Resulta interesantísimo observar que ya algunos coetáneos se dieron cuenta de las implicaciones que esto podía tener de cara a destruir a las clases medias, a la incipiente burguesía. No digamos a aquellos que gustaran de llevar a cabo trabajos científicos o filosóficos. En pleno siglo 16, los canónicos de la catedral de Toledo de origen converso utilizaban ese argumento en sus polémicas con el temible cardenal Silíceo, Primado de España, en cuanto obispo de aquella diócesis, e inventor de tremendas calumnias contra los judíos en general, como el crear unos libelos que contendrían la apócrifa correspondencia entre judíos españoles y turcos donde se despachaba a gusto haciendo pasar por veraces sus más penosas invenciones.

Este tipo de calumnias, por cierto, eran moneda común. El asesinato del niño de la Guardia -inventado asesinato ritual efectuado por malvados judíos a un inocente niño cristiano- que ha llegado a oírse hasta el siglo 20, es uno de sus máximos exponentes

La desaparición y persecución de esta parte de la población se llevó a cabo bajo el principio de “un solo rebaño, un solo pastor”.   Bajo su invocación dogmática se amargó la vida hasta extremos inconcebibles a cientos de miles de españoles, y los herederos ideológicos de aquellos dogmas siguen queriendo mantener de una u otra manera tal principio en nuestro país, tras cuya proclamación no podemos dejar de oír los ecos que aún nos acompañan, de las acusaciones a los que no siguen los criterios conservadores de ser la anti-España.

Como una y otra vez pusieron de manifiesto sus contradictores, el carácter anticristiano de tales normas era más que evidente, siendo el principio básico del cristianismo el de que, mediante el bautismo, quien lo recibe pasa a formar parte de la comunidad de creyentes, sea la que anteriormente fuera su religión, nación o creencia. A pesar de ello, ya hemos visto que al igual que su hermana la Inquisición, durante cerca de 350 años impregnó los usos, costumbres, accesos a las dignidades y profesiones, a los servicios públicos… 

Que tal acerbo de obsesiones llegó a considerarse rasgo identificador del “carácter español” nos lo indica bien a las claras la general concepción tan asentada en nuestras obras clásicas, de la importancia del afán de aparentar, de la exacerbación del concepto de honra, del honor… las obras de Calderón, de Lope, entre otros muchos, constituyen un eco de la extrema importancia de tales elementos de carácter como si fueran los propiamente españoles.

¿Todavía hay quien piense que estas aberraciones no han influido en el desarrollo de la historia de España, en la conformación de la sociedad española, incluso en nuestro presente?

Terminaremos el artículo con unas frases escritas por Francisco Márquez Villanueva, profesor que fue en Harvard, y en varias Universidades norteamericanas,  uno de los mayores especialistas en el tema que nos ocupa:

«A la larga o a la corta las alternativas ofrecidas por la espiritualidad conversa suponían un desafío radical contra estructuras terrenales muy concretas. Por San Juan de Ávila se habrían abolido todos los beneficios eclesiásticos en favor de instituciones de enseñanza, y Fray Luis de León habría puesto una tea al Escorial y a todo el aparato de gobierno de Felipe II, a quien casi sin ocultarse califica de tirano. La inmensa sensatez de Santa Teresa consideraba risible la política “machista” de reducir las herejías por la fuerza de las armas. San Juan de Ávila trabajaba en ingenios hidráulicos, cosa que ocultó casi a modo de un secreto vergonzoso. Latía detrás de todo aquello un conato revolucionario que, sencillamente, hubiera configurado una realidad por completo incompatible con lo que hoy conocemos por “España de los Austrias”. La alternativa España de los conversos habría conocido probablemente desarrollo científico, tecnológico y económico. No, en absoluto, ninguna feliz utopía, pero si una sociedad por entero distinta, que cabría caracterizar como fundada en una precoz axiología burguesa …mejor o peor, para bien o para mal, la historia de la Península y tal vez del mundo habría transcurrido por otros desconocidos rumbos, acerca de los cuales es vano especular…» 

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