La Inquisición española y el comercio

Esta entrada es la parte 6 de 6 en la serie La Inquisición

Mientras en la Europa más avanzada iban construyendo el capitalismo moderno, el comercio español quedaba comprometido por la inseguridad que ocasionaba la Inquisición Española.

El principal tratado sobre la Inquisición Española, según general reconocimiento, es el que con dicho título escribió el norteamericano Henry Charles Lea (1825-1909), que apareció publicado en Nueva York y Londres entre 1906 y 1907, e inmediatamente tuvo enorme reconocimiento. Fue traducido del inglés al alemán, al francés y al italiano, y sin embargo, tardó tres cuartos de siglo hasta que fue traducido al español y publicado en España. En la actualidad se ha reeditado por el BOE, por la Fundación Universitaria Española, por el Instituto de Historia de la Intolerancia, en tres tomos. Dejo a la imaginación del lector fabular por la causa de tan extraordinaria postergación, y quien haya podido conseguirla. 

El autor dedicó a la obra 18 años, y su trabajo constituye el más destacado de cuantos se han dedicado al trascendental asunto, clave para conocer y entender la historia reciente de España. Para el interesado en la Historia de la Inquisición española y su determinante influencia en el pasado, y lamentablemente en el presente de nuestro país, es obra imprescindible de estudio.

Henry Charles Lea no tenía vínculos especiales con España, no tenía compromisos ni con las Universidades españolas, ni con profesores de nuestro país, ni con la Iglesia Católica, ni con casas nobiliarias, que a otros muchos grandes estudiosos les han condicionado la visión, o han hecho que mitiguen sus críticas, a veces tal vez para obtener facilidades sobre las visitas a los archivos, no crearse problemas ni resquemores con los  muy puntillosos hispanos en materia de “prestigio”, no digamos para evitar  colisiones por  intereses menos deletéreos, o puramente  ideológicos.

El autor cuenta lo que ve, lo que investiga, expone todos los hechos, y no duda en calificarlos con toda la dureza que merecen. Como hemos expuesto ya en Hojas de Debate algunos de los aspectos más comunes del  organismo que durante casi tres siglos y medio desempeñaron un papel represivo destacadísimo en la vida española, en esta ocasión y partiendo del estudio de nuestro autor, señalaremos algunas de las prácticas de extrema crueldad e iniquidad inquisitorial que tuvieron un efecto trascendental sobre la economía y el comercio españoles.

Como indica Henry Charles Lea en el  tomo segundo de su obra, la base principal de recursos económicos del llamado Santo Oficio eran las confiscaciones, «y el uso que hizo de estos poderes ejerció tanta influencia en la prosperidad de España que exige un examen de cierta profundidad… El despojo en gran escala continuado ininterrumpidamente durante tres siglos, constituyó una tremenda carga sobre la productividad de la clase más industriosa de la población… La crueldad de la confiscación fue tanta como su eficacia. Despojar a un hombre, de edad probablemente avanzada, de los productos del trabajo de toda su vida y dejar a su esposa e hijos sin una moneda en la calle era una pena tan severa que el perdonarle la vida resultaba clemencia dudosa, por lo que los juristas, no sin razón, la consideraban equivalente a la pena capital».

Como también se procesaba a los muertos, se acordaba traer a los herederos al juicio inquisitorial, para que así las propiedades que traían causa del fallecido pudieran ser confiscadas y adjudicadas al Tesoro Real, después de detraer su parte para cubrir los gastos del tan venerable Tribunal.

La confiscación de los bienes a las víctimas de la Inquisición era una de las invariables penas que se imponían como consecuencia de la herejía, tanto si se les condenaba a muerte como si se les reconciliaba.

Señala el autor citado que: «La ejecución de la confiscación fue una operación financiera sometida a un sistema cabal y despiadado… el incidente más repulsivo de estas pesquisas era el aprovechamiento de los terrores de la muerte inminente, cuando los confesores de los que iban a ser ejecutados se ocupaban la noche anterior en exhortarlos a revelar cualquier parte de su hacienda que hubiera escapado a las investigaciones previas».

La oferta de fuertes comisiones a quienes ofrecieran información al respecto, potenció todavía más el gigantesco mecanismo de delaciones  consustancial a  la actividad del Tribunal Inquisidor. Esto dio como resultado la formación de una banda de espías e informadores profesionales.

La condena a la pérdida de los bienes acreditados en el momento en que se cometió el primer acto de herejía, indica este autor, «llevó a invalidar todos los actos posteriores del hereje, puesto que ya había perdido su derecho de propiedad sobre ellos. Así, todas las enajenaciones carecían de validez, todas las deudas contraídas y todas las obligaciones estipuladas eran nulas, y la prescripción temporal contra la Iglesia tenía que ser de posesión de al menos durante 40 años por católicos sin tacha, ignorando la herejía del anterior propietario. Por otra parte, los procesos contra fallecidos, para los cuales no había limitación, llevaban hasta las generaciones precedentes la acción procesal de la Inquisición para anular titularidades…».

En España, esta doctrina se mantuvo para todas las adquisiciones posteriores a la introducción de la Inquisición. Como nadie podía saber si el banquero, el hombre de negocios o comerciante podía caer pronto en manos del Santo Oficio, fácilmente se comprende de que fatal manera quedaba afectado el crédito y los riesgos que se correrían en las operaciones diarias de comercio, al ser perfectamente posible, y de hecho ocurrir con frecuencia, que años después de realizadas las transacciones, se anularan por detención de alguno de los participantes, con confiscación de los bienes enajenados y ruina de todos los pretéritos intervinientes.

Pero téngase en cuenta que no solo los intereses privados se veían gravemente perjudicados por esta inseguridad jurídica extrema, sino también los públicos, al estar muchos de los impuestos municipales arrendados a conversos, que ante la amenaza de detención podían huir, o quedar en insolvencia, impagado lo que adeudaran al municipio, provocando la ruina  incluso de los entes públicos.

La Casa de las Indias Orientales, sede de la compañía en Londres. Acuarela sobre aguafuerte de Thomas Malton. Fuente: wikipedia
La Casa de las Indias Orientales, sede de la compañía en Londres. Acuarela sobre aguafuerte de Thomas Malton. Fuente: Wikipedia

Diversas modulaciones de las autoridades sobre estas gravísimas consecuencias económicas, suavizando sus efectos, no dieron grandes resultados beneficiosos para el desenvolvimiento del comercio, pues aun cuando se intentara en ocasiones reconocer los créditos, a cargo de los bienes confiscados, la cantidad de años que transcurrían en la tramitación de los procesos inquisitoriales ocasionaba de todos modos la ruina de los intervinientes y afectados.

Nuestro autor señala que es muy difícil valorar el alcance de los daños ocasionados para el comercio, sobre todo cuando, como era frecuente, los afectados eran hombres de negocios con amplias y complicadas transacciones, cuyos fondos y mercancías eran secuestrados  y retenidos por tiempo indefinido, provocando la pérdida de su crédito y las quiebras en cadena de sus depositantes y acreedores.

En 1635 se dispuso, incluso, que mientras estuviere pendiente un juicio por el Tribunal de la Inquisición, no se hiciesen pagos ni entregas de bienes a los acreedores, cualesquiera que fueran las pruebas presentadas por ellos, con la única excepción de las reclamaciones presentadas por el Rey, que se pagarían de inmediato.

Los azares a que así se veían expuestos los negocios fueron un factor, y ciertamente no el menos importante, continúa nuestro autor, «de la decadencia del comercio español, pues nadie podía prever cuando iba a caer el golpe».

La confiscación afectaba incluso a la institución de la dote, que se perdía por herejía de la esposa, pero no por la del marido; pero si los padres de la esposa eran hallados culpables de herejía durante su vida matrimonial se perdía también, con el fundamento de que todas sus propiedades pertenecían al fisco, y así muchos matrimonios, tras muchos años de casados, se quedaban sin bienes al ser confiscada la dote como consecuencia del proceso por herejía contra los padres.

Hasta las dotes que se entregaban a los conventos para cuando profesaban las monjas se veían afectadas por esta medida.

Respecto de las consecuencias sobre los hijos de los quemados tras la confiscación, el Obispo Simancas argumentaba que servía al bien público que los hijos de herejes quedaran reducidos a miseria.

Y con la severidad y constancia con la que actuaba la Inquisición no debe quedar duda alguna, cuando sabemos que «en 1634 se incautó de los bienes y créditos de los comerciantes portugueses residentes en Holanda, Hamburgo y Francia que comerciaban con España. Se enviaron al extranjero agentes para que obtuviesen pruebas de su judaísmo… el asunto se prolongó… no es necesario decir los efectos de todo esto en el comercio español».

Pero no solo eran los conversos los que padecían de esta manera, pues también los cristianos viejos  se veían constantemente en dificultades por las dudas que nublaban sus títulos.

La jurisdicción sobre todos estos aspectos no recaía sobre los Tribunales Ordinarios, sino que se veía atribuida a la propia Inquisición, que en definitiva era juez y parte, pues de estos fondos, aparte del Tesoro Real, se lucraban los inquisidores, se pagaban los sueldos y sobresueldos, y se sostenía en funcionamiento el mecanismo.

En fin, terminamos con Henry Charles Lea, que nos recuerda que: «sería imposible calcular ahora la suma total de lo que las clases industriosas y productoras de España se vieron así despojadas, ni cuál fue la carga de sufrimiento provocada, pero si podemos apreciar las consecuencias que se siguieron en la desorganización de las industrias españolas y el retraso del desarrollo económico. Lo que llegaba al tesoro regio y a las arcas de la Inquisición era solo una parte de las riquezas de que sus dueños eran privados. Las cantidades cobradas desaparecían en manos de los saqueadores. La dilapidación y el peculado determinaban una constante sangría económica… la necesidad de venta inmediata para cubrir las perentorias necesidades de tesorería lanzaban un enorme cúmulo de propiedades y bienes de toda clase al mercado en ventas forzadas, que constituían inevitables sacrificios… los bienes sufrían daños por incuria…»

Estos sistemas, recordemos, se aplicaban con la misma intensidad también en Perú, México, y los demás territorios del imperio español.

Sin embargo, estas “imperiosas necesidades de tesorería” no impedían las continuas concesiones y donaciones que los reyes hacían a sus amigos y favoritos, regalándoles frecuentemente los bienes confiscados.

Solo a partir del siglo XVIII, nos sigue informando Lea, la confiscación fue cayendo progresivamente en desuso.

Barcos de la Compañia Neerlandesa de las Indias Orientales. Fuente: Wikipedia
Barcos de la Compañia Neerlandesa de las Indias Orientales. Fuente: Wikipedia

Mientras Holanda, Inglaterra y los países centroeuropeos iban construyendo el capitalismo moderno, las sociedades mercantiles y las instituciones económicas que exigían seguridad jurídica y comercial, y como es lógico, pragmatismo y tolerancia, el comercio español quedaba totalmente comprometido, junto con más y complejos motivos, a raíz de la drástica inseguridad que, entre otros protagonistas, ocasionaba la Inquisición Española.

El 20 de marzo de 1602 se constituía la Compañía Holandesa de las Indias Orientales, favorecida por los Estados Generales de los Países Bajos, primera corporación multinacional del mundo, y en septiembre de 1599 un grupo de empresarios ingleses ya había formado la Compañía Británica de las Indias, obteniendo todo el apoyo de la monarquía inglesa mediante Carta Real que le otorgaba la Reina Isabel I de Inglaterra, cuyo crecimiento llegó a representar la mitad del comercio mundial.

Así, mientras en España, de la mano de la lucha contra la libertad de conciencia, de opinión, que implicaba entregar todos los recursos del estado a combatirlas, arramblaba de paso con el libre comercio, en aquellos países se iniciaba el gran despegue del capitalismo moderno. Las consecuencias de todo ello no escaparán al lector. La célebre “decadencia española” ya había adquirido todos los boletos para instalarse.

Alberto García

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