El procedimiento inquisitorial y la estructura del Santo Oficio (2)
- La Inquisición española (1)
- El procedimiento inquisitorial y la estructura del Santo Oficio (2)
- Los judeoconversos (3)
- La Inquisición contra los erasmistas, los protestantes y los moriscos (4)
- Conclusiones sobre la Inquisición (5)
- La Inquisición española y el comercio
Si había dudas sobre la culpabilidad del acusado, se acordaba la práctica de la tortura. Antes de someterse a ella, el reo debía firmar un documento según el cual el Tribunal no era responsable de las consecuencias que pudieran derivarse de la aplicación de la misma.
Las normas jurídicas que debían servir de base a la Inquisición las constituían, por un lado, el derecho común, y por otro, los textos específicos de derecho canónico, fundamentalmente las disposiciones de Bonifacio VIII (1298) y Juan XXII (1317), como los cánones contra herejes, moros y judíos apóstatas de la fe, que con sus depravados ritos intentaban perturbar las costumbres sencillas de los cristianos.
Además, se fueron creando una serie de normas específicas, las llamadas Instrucciones, que fueron dictadas por los primeros inquisidores generales: las Ordenanzas de Torquemada que fueron cuatro, las de Deza en 1500, las de Valdés en 1561 y los añadidos de Francisco Peña a las de Eymerich.
En cuanto a la estructura orgánica del Santo Oficio, los principios en que se asentaba eran el de una rígida centralización, a través del Inquisidor General, cumbre de todo el edificio, y en el Consejo de la Suprema Inquisición, que controlaban directamente a los tribunales de distrito.
La cabeza de todo el entramado era el Inquisidor General, nombrado por el Rey, que además presidía el Consejo de la Suprema y General Inquisición. No había una regulación sobre las relaciones del Inquisidor General y este Consejo. El papel dirigente del primero no se ponía en duda. Muchos de los miembros del Consejo provenían de los restantes órganos colegiados de la Monarquía Española, y dos miembros del de Castilla asistían regularmente a las sesiones del Consejo, revelando que su inserción en el sistema político era total, e incluso existía un orden de preeminencia jerárquica entre ellos, ocupando el de la Inquisición el tercer lugar.
La centralización administrativa era férrea, con visitas generalizadas a los distritos y detallado control financiero. Muchos de los miembros del Consejo de la Suprema Inquisición lo habían sido previamente de los tribunales locales, cuyo funcionamiento conocían perfectamente.
Los miembros del Consejo eran nombrados directamente por el Rey. Sus reuniones se hacían con carácter general en la Corte y se celebraban todas las mañanas de los días no feriados, durante tres horas, y los martes, jueves y sábados, dos horas, además, por la tarde.
En cuanto a los Tribunales de Distrito, pueden distinguirse tres etapas: la primera (1478 a 1495), cubre los años de proliferación territorial de estos; la segunda (1495 a 1510), como consecuencia de una seria crisis económica conllevó su concentración, y la tercera, desde 1510 a 1574, supuso un retorno a la configuración de la primera etapa.
Los primeros tribunales se constituyeron en 1482 y fueron los de Sevilla, Córdoba, Valencia y Zaragoza. Posteriormente se fueron extendiendo por todo el territorio peninsular.
Los distritos se delimitaron de acuerdo con las circunscripciones religiosas, principalmente los obispados, creándose tribunales itinerantes, como por ejemplo en el caso de la Inquisición de Barcelona, que además celebraba sus autos de fe en Tarragona, Gerona y Perpiñán. El distrito de Valladolid abarcaba también a León, Burgos, Salamanca, Ávila y Segovia, y así fueron abarcando todas las diócesis españolas.
En relación a los cargos de la estructura inquisitorial, el Procurador Fiscal era el que elaboraba las denuncias, acusaba, interrogaba a los testigos y convertía las delaciones en acusaciones.
El asesor fue un cargo fugaz, pues sus funciones fueron absorbidas por los consultores y calificadores, que procedían en la mayoría de los casos de las audiencias, y eran los encargados de matizar la responsabilidad de los acusados y precisar las cuestiones procesales.
Los calificadores, teólogos en su mayoría, eran los encargados de emitir veredicto respecto a la peligrosidad de un texto o una manifestación verbal que hubiera hecho el reo.
Los secretarios, eran normalmente tres: el notario de secuestros, encargado de registrar las propiedades embargadas hasta que se decidía su confiscación; el notario del secreto, que anotaba las declaraciones de testigo y procesados, y el escribano general, que registraba las actas de las sentencias, los edictos, autos de fe y el proceso.
El alguacil era el oficial ejecutivo, destinado a detener a los denunciados, perseguir a los fugitivos por los diversos lugares del distrito y cuidar su encarcelamiento y comida, solapándose con la figura del carcelero.
El nuncio desarrollaba las funciones de trasladar las comunicaciones desde la ciudad principal y el alcalde era el guardián.
Concurrían si el tribunal lo consideraba necesario, algún médico.
Los familiares eran servidores laicos, que auxiliaban a los funcionarios participando directamente en las persecuciones y arrestos, y dotaban a la Inquisición de un aparato de delación e información. Su número tendió a crecer exageradamente. Era una especie de policía secreta del Santo Oficio.
El comportamiento del personal y los funcionarios de la Inquisición fue con frecuencia tan corrupto como el de la propia institución, y existía una especie de monopolio por parte de determinados clanes familiares, por ejemplo en Valencia, el clan Medina-Aliaga, que controló el cargo de receptor de bienes entre 1493 y 1558.
Los abusos por parte de un personal mal pagado y difícil de controlar eran continuos. A todos se les exigía “limpieza de sangre” sobre el papel.
Respecto al procedimiento, la situación era la siguiente: El padre Mariana, en su Historia de España puso ya de relieve que: «Lo que sobre todo, extrañaba, era que los hijos pagasen los delitos de los padres, que no se supiese ni manifestase el que acusaba, ni le confrontasen con el reo, ni hubiese publicación de testigos, todo lo contrario a lo que desde antiguo se acostumbraba en otros tribunales. Demás de eso parecía cosa nueva que semejantes pecados se castigasen con pena de muerte; y lo más grave que por aquellas pesquisas secretas les quitaban la libertad de oír y hablar entre sí, por tener en las ciudades, pueblos y aldeas, personas a propósito, para dar aviso de lo que pasaba, cosa que algunos tenían en figura de una servidumbre gravísima y a la par de muerte.» (Américo Castro, La realidad histórica de España).
Ante las observaciones de algunos, incluso funcionarios de la Inquisición, sobre la excesiva severidad del procedimiento, el futuro Papa Adriano, entonces cardenal de Tortosa, replicó diciendo que: «como los judíos durante el proceso de Cristo procedieron con los testigos de la misma manera que procedía la Inquisición, no había lugar a protestar, y que con respecto a los bienes, la única ropa que dejó el Señor, y que podía heredar su madre, se la jugaron a suertes, y que como los hijos de los judíos estaban sometidos a la maldición del evangelio, no había nada que hacer», manifestaciones recogidas por Julio Caro Baroja.
Era el proceso inquisitorial una excepción al ordinario y al proceso criminal. Se caracterizaba por ser un proceso sumario, que tenía por objeto la herejía, entendida como crimen de lesa majestad, y todos los delitos conexos con ella, por ejemplo el de imprenta, el de venta de libros, la introducción a España de estos o el delito público imprescriptible que se imponía a todos los que incumplían la obligación de delatar al presunto hereje, tanto si había presenciado la herejía como si la conocía de oído.
Su característica principal hasta la sentencia era el secreto. A partir de la ejecución de la misma, para garantizar el clima de terror, se acudía a la máxima publicidad, incluso a la teatralización mediante los llamados Autos de Fe.
El inicio del proceso solía ser la denuncia, oral o escrita, delación que se realizaba con base incluso a meras sospechas, y por otra parte, la inquisición propiamente dicha, que consistía en visitas organizadas periódica y sistemáticamente a los distritos, promulgándose un edicto de fe concediendo un término de gracia de 30 a 40 días, durante el cual los posibles herejes eran invitados a arrepentirse espontáneamente ante el juez y confesar su error con plenas garantías de ser respetados. A continuación se pronunciaba el edicto de anatemas, que se leía ocho días después, amenazando con muy graves sanciones a todos aquellos que no denunciaran a las personas de quienes se sospechaba alguna herejía. Durante una parte del siglo XVI, la propia denuncia estaba retribuida económicamente.
El paso siguiente consistía en recabar una calificación de teólogos de letras y conciencia que deberían expresar si las proposiciones eran heréticas, o con sabor a ella, o escandalosas, temerarias o mal sonantes. Emitía informe el fiscal, tras lo cual el tribunal decidía si sobreseer el caso o decretar cita y captura del reo. Antes del tercer día de prisión, este debía comparecer en audiencia y confesar si sabía los motivos de su prisión y hablar sobre su genealogía y costumbres. El arresto y primer inventario de bienes era efectuado por el alguacil, el notario de secuestros y el “receptor”. Se detenía al acusado en las prisiones secretas en situación de incomunicación con el exterior y con los otros presos. Cuando abandonaban el encarcelamiento, tenían que firmar que no revelarían nada de lo visto o experimentado en las celdas. Paralelamente se intervenían todos sus libros, cartas, papeles y escritos, de donde surgía con frecuencia nuevo material acusatorio.
Este era un procedimiento que en la mayor parte de los casos creaba una red de terror que impulsaba al reo a autodelatarse y a revelar posibles infracciones o infractores que conociere, y en base a los mismos el fiscal presentaba la acusación formal. A continuación se nombraba un abogado de oficio, empleado del propio Tribunal, que podía comunicarse con el reo siempre en presencia de los inquisidores, y tenía obligación de abandonar el caso si encontraba que no era inocente.
Ni el nombre del denunciante, ni el de los testigos, se comunicaban al reo, que no podía conocer así los motivos de aquellos, ni las circunstancias que pudiera esgrimir contra los denunciantes para debilitar la acusación. Tenía que hacer una tacha de testigos genérica, basándose en su imaginación de quienes fueran las personas que podían odiarle o desearle mal, sin datos concretos, lo que conllevaba frecuentes equivocaciones de los reos respecto de la identidad presunta de los testigos, muchas veces personas mucho más próximas a estos de lo que suponían.
El acusado efectuaba una alegación escrita que había de ser concorde con su declaración previa oral, proponía la declaración de testigos, cuya admisión dependía del criterio del tribunal, que recopilaba cuantas pruebas documentales o testificales le eran posible o juzgaba pertinentes, y si tras ratificar los testigos -que permanecían ocultos al reo- sus declaraciones y oír al acusado, había dudas sobre su culpabilidad, se acordaba la práctica de la tortura. Antes de someterse a ella, el reo debía firmar un documento según el cual el Tribunal no era responsable de las consecuencias que pudieran derivarse de la aplicación de la misma.
Los instrumentos de tortura eran la garrocha, que consistía en colgar al acusado por las muñecas de una polea en el techo, con grandes pesos sujetos a los pies. La víctima era alzada lentamente y de pronto era soltada en un estirón. El efecto perseguido era tensar y con frecuencia dislocar brazos y piernas. Con la toca o tortura de agua se forzaba al reo a abrir la boca y se le metía un paño hasta la garganta para obligarle a tragar agua vertida desde un jarro. El potro consistía en ser atado a un bastidor o banqueta con cuerdas pasadas en torno al cuerpo y extremidades que iba apretando el verdugo mediante vueltas dadas a sus extremos. Con cada vuelta las cuerdas mordían la carne, atravesándola.
Las penas eran espirituales, corporales y financieras, así como el pago de las costas. La culminación era el Auto de Fe, donde se leían las penas, de manera pública, convocando a la población previos anuncios, con misa, sermón y lectura de la sentencia.
Las principales condenas que se imponían eran la de muerte, para los casos de reincidencia o no arrepentimiento, ardiendo en la hoguera vivo el reo, o atornillado con garrote vil si se arrepentía, para ser quemado una vez muerto. Otras penas eran las de prisión, las galeras, los azotes, el destierro, la confiscación de bienes, y para los casos más leves, las abjuraciones “de levi o de vehementi”, con obligación de llevar sambenito, que era un traje amarillo con una o dos cruces diagonales pintadas sobre él, con el que tenían que vestirse según la decisión del tribunal, por unos meses o incluso toda la vida. Estas sanciones más leves suponían una humillación extrema para los penados, que tenían que abjurar en todos los lugares donde hubieran esparcido su herejía, sometiéndose a las fórmulas infamantes que les dictaba el tribunal. Las penas podían ser acumulativas, la de secuestro y confiscación se aplicaban además de las restantes.
A los fallecidos durante el proceso, se desenterraban y luego quemaban sus restos, y respecto de los fugados, eran quemados en efigie.
En definitiva, se caracterizaba el proceso por la aplicación del principio inquisitivo, que en realidad actuaba partiendo de débiles indicios que operaban como presunción de culpabilidad. El procedimiento se tramitaba en secreto, que incluía la ignorancia por parte del detenido sobre el contenido de la acusación y quien lo hacía. El margen de arbitrio judicial era mucho mayor que el existente en el procedimiento ordinario; la confiscación de bienes se efectuaba desde el inicio del proceso, y la inhabilitación para cargos y funciones afectaba no solo al penado, sino también a sus descendientes.
Los hijos y familiares de los condenados sufrían las consecuencias del proceso y quedaban no solo señalados, sino impedidos para la realización de toda una serie de trabajos, y sospechosos de por vida.
Incluso para los casos de absolución, como en el proceso de Fray Luis de León, nadie evitaba el largo periodo de encarcelamiento, que le supuso a este cinco años de presidio, ni los malos tratos, el aislamiento, las consecuencias de la privación de libertad, de trabajo, las derivadas de la incautación de bienes… en definitiva, el peligro de que sufrir un proceso, ya de por sí, generaba una situación de temor indescriptible cualquiera que fuese su resultado.
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