La rebeldía encarnada

La Giganta: con dominio sobre los elementos y todo ser vivo; preñada de poder, inocencia, astucia, sabiduría y creatividad, nos define la riqueza y grandeza del universo interior que mora en su creadora: Leonora Carrington.

La obra mencionada se nos puede antojar algo abstrusa por la carga de simbología que la envuelve, a saber: 

En la faz de la giganta apreciamos  la expresión y rasgos de la niña interior que fue, es y será. Exhala el fulgor de la inocencia, terreno abonado de probidad donde, difícilmente, pudiera tener cabida la protervia; los cabellos, en tonos ocres y amarillos, representan la luz sembrada de espigas, alimento sagrado, indicándonos magnificencia y abundancia. Lo ubérrimo, subyacente bajo el amplío manto, -punto dimanante de todo aquello que la rodea-, nos remite hacia la divina femenina: dadora de amor y vida.

Descalza, pies desnudos en contacto con Gaia; cabeza, apuntando al cielo, como antena receptora, es punto de enlace, clave, para  fusionar las potencias provenientes de cielo y tierra. Sin  su mediación, la energía, devendría inasible. Sostiene un huevo en la mano derecha, a modo de ostentar el mayor de los tesoros, protegiéndolo energéticamente con la izquierda, sin llegar a tocarlo.  Es el punto central de la obra – recurrente en otros lienzos-, continente del mensaje encriptado que hemos de develar.

«El huevo es el macrocosmos y el microcosmos, la línea divisoria entre lo grande y lo pequeño que hace imposible ver el todo» -según la autora-.

A los pies de la Giganta, se desarrolla una secuencia apenas perceptible: una mujer corre despavorida perseguida por una jauría; tras los perros, personas armadas con útiles de labranza, una de ellas ostenta una guadaña: símbolo de cosecha pero también de muerte.

Esta escena nos describe a la perfección la persecución sufrida por la mujer desde tiempos inmemoriales y la caza de brujas a la que se ha visto sometida por no seguir los preceptos sociales impuestos en cualquier tiempo pasado.

Leonora Carrington, puede dar viva fe de ello, lo veremos a continuación en esta, muy breve, reseña de su apasionante vida.

En una época en que la mujer estaba destinada a ejercer  funciones concretas, Leonora, supo hallar la suficiente valentía para ir contra corriente, refusar los mandatos establecidos en el mundo aristocrático donde le tocó vivir  y decir:  ¡no!

La artista nació en Inglaterra, año 1917, en el seno de una familia de clase alta perteneciente a la aristocracia.

EI sello de rebeldía e inconformismo se afianza desde su más tierna infancia o, quizás, sea algo inherente que porta consigo desde la otra orilla donde nos hacen beber las aguas del olvido. 

La insumisión, forma  parte de ella, le acompañará por siempre, hasta el desenlace final. 

Su fuerte inquietud por el misterio, lo desconocido y místico, se manifiesta durante la niñez perdurando toda su vida, así como la vocación artística que su padre rechaza por no estar bien vista en el mundillo al que pertenecen  pero, con el apoyo de su madre, es enviada a estudiar a la ciudad de Florencia, que le brinda la oportunidad de contemplar, in situ, la obra de los grandes maestros italianos.

De vuelta a Londres, inicia su formación artística en la academia del pintor Amadé Ozefant.

La fuga del núcleo familiar se produce a muy temprana edad -19 años- dejando atrás al clan de altos recursos económicos y los esquemas marcados, en pos de la emancipación. Un decisivo y gran paso hacia el desclase social  del que, a posteriori, nunca se arrepentirá.

Carrington va más allá: como feminista revolucionaria, destroza imposiciones sociales cuyo único cometido es el de coartar la independencia de la mujer. Se erige en paradigma de libertad con el vivo ejemplo de sus acciones, dejando atrás un clima delirante al que procurará no regresar.

En una fiesta se le presenta la oportunidad de conocer, personalmente, al pintor Max Ernst en 1937; artista  por quien ya sentía una gran admiración. El encuentro daría comienzo a una apasionada relación amorosa que  la introduciría, de lleno, en el círculo artístico y grupo de surrealistas.

Francia se abre ante ella; es en París donde conoce a toda una generación de artistas en la que se siente, absolutamente, integrada:  Salvador Dalí, André Breton, Pablo Picasso, Paul Elouard, Luis Buñuel, etc… a los que, más adelante, catalogaría de machistas pues no alcanzaban a ver a la mujer más allá del papel que ellos le asignaron de musa;  musas inspiradoras en la faceta artística pero, al fin y al cabo, también mujeres para divertirlos y atender sus deseos; es el modo, en que sus pensamientos, limitados, les permitieron ubicarlas.

Se negaba en rotundo a ser catalogada como musa de nadie. En el momento de dar comienzo su andadura con Ernst dio rienda suelta a su creatividad y, tanto para él como para ella, fue un periodo fructífero y feliz.

Pero…la felicidad no es eterna; en este mismo país, transcurridos tres años, le es arrebatado su amor: Max  Ernts es trasladado a un campo de concentración, suceso devastador que la deja inmersa en la desolación más absoluta y afectada de ataques psicóticos. 

Lo abandona todo, pretende conseguir un visado para Ernst en Madrid. Llega a hacer donación de su casa y cuantos bienes posee para, después de muchos impedimentos, lograr cruzar la frontera e introducirse en España donde vivirá grávidas y tenebrosas experiencias. 

Por orden de su padre, que estima a Leonora incapacitada y enferma por no comportarse de forma adecuada, -estimación vertida, por supuesto, desde una concepción bastante caduca y errónea en cuanto al papel asignado a la mujer y la perspectiva del  pensamiento generalizado, imperante en la época-. En 1941 es ingresada en un manicomio de Santander, donde se ve sometida a las mayores vejaciones en el pabellón  asignado a los locos incurables y peligrosos.

España vive una  posguerra en la que tales centros se convirtieron en foco de experimentación cuyo control, sobre los que los manejaban, brillaba por su ausencia. Aunque hay que puntualizar que  el «sanatorio» de Santander acogía a pacientes pertenecientes a familias acomodadas, pero no por ello dejaba de emplear tratamientos tortuosos con las personas ingresadas. Disponían de total libertad para someter a los enfermos a métodos de «cura» atroces y vejantes.   

Leonora Carrington, en Santander, sufrió las bárbaras medidas empleadas para su «regeneración» por el Doctor  Luis Morales. 

Padece seis meses de tortura y abusos; de su libro “Memorias de abajo” se puede extrae lo siguiente:

«No sé cuánto tiempo permanecí atada y desnuda. Yací varios días y noches sobre mis propios excrementos, orina y sudor, torturada por los mosquitos, cuyas picaduras me dejaron un cuerpo horrible: creí que eran los espíritus de todos los españoles aplastados, que me echaban en cara mi internamiento, mi falta de inteligencia y mi sumisión»·

Por fin, después de tanto martirio, su padre decide que sea trasladada a un centro similar en Sudáfrica. La desplazan hasta Lisboa donde deberá embarcar hacia su fatídico destino. Entiende que de no salir de ese endiablado vórtice, la pesadilla puede durar eternamente. Es allí donde saca fuerzas de flaqueza y se las ingenia para burlar la vigilancia de su acompañante y guardiana.  Al escapar, en un taxi, logra su objetivo que consiste en  refugiarse en el consulado de México donde ejerce de cónsul un amigo -Renato Leduc, al que le presentó Picasso en París- quien le brinda apoyo y protección.  Es Leduc, poeta y cónsul de México en Portugal, -gracias a él, más de 100.000 españoles consiguieron exiliarse y refugiarse en  México-. Renato le ofrece casarse  por conveniencia para facilitarle la huida de Europa. Arriban en barco a Nueva York y, pasado un tiempo, se divorcian pero siempre conservarán una gran amistad. 

Fue el único modo de esquivar las garras paternas. No volvería a ver a su padre, nunca más. Ya había pintado un lienzo en 1938  titulado “La comida de Lord Candlestick”, seudónimo de Harold Carrington. Una comida donde un grupo de caballos -que representan a la aristocracia inglesa, entre ellos, su padre- adornados de ricas vestiduras se complacen -en una dantesca escena que tal parece un delirante y macabro ritual- devorando a niños. 

Es honesta y consecuente consigo misma plasmando, en sus lienzos todo aquello que, de alguna forma, ha dejado huella en ella.

A partir de la huida, el ansiado e inefable mundo artístico, le  abre de nuevo el  horizonte que le facilitará la recuperación emocional perdida en el laberinto del infierno español, dando pie a adentrarse, de lleno, en la reconquista de su  realización personal con la consecuente materialización de una obra, reflejada en lienzos plagados de simbolismo y expresada desde el poderoso y feraz universo latente en su interior. 

Sus alas se despliegan volando hacia la anhelada libertad. Leonora comienza a mostrar su yo más profundo, que aflora, haciéndonos partícipes de fantasías y misterios, para el profano, difíciles de interpretar.

México la adopta y ella se vuelca en sus brazos como hija, eternamente, agradecida… Allá, se integra en el grupo de artistas surrealistas exiliados: Benjamín Peret, Remedios Varo, Luis Buñuel, Edward James, José y Cati Horna, Esteban Francés,  entre muchos otros… pasará allá el resto  de su vida.

Conoce a  Emérico Weisz, húngaro judío apodado -Chiki- fotógrafo en la guerra de España y compañero de  Robert Capa. 

Con Chiki, contraerá matrimonio y tendrá dos hijos.

Leonora cría a sus vástagos con verdadero amor y devoción; es una madre, por completo,  entregada. Vive de forma humilde y sencilla compaginando: pinceles, crianza y fogones; lo relata, con verdadero orgullo.

La creación plástica de Carrington, personalista, surge con extraordinaria fuerza para sumergirnos en un universo impactante a la vez que surrealista. Su inmersión en el subconsciente da a luz un mundo inquietante por desconocido, alegórico y repleto de misterio, impregnado de una realidad mágica y espiritual que se ofrece como dádiva a la mirada del espectador para prestarse a todo tipo de lecturas.

Se requiere disponer de suficiente arrojo para zambullirse en él; único modo de hallar la clave que posibilite su exégesis.

Leonora Carrington, a su muerte en 2011, nos lega un prolijo bagaje artístico como  pintora, escritora y escultora, que define la gran mujer que fue, brindándonos la oportunidad de descubrir, la Giganta que latía en su interior…

«Estaba transformando mi sangre en energía total -masculina y femenina, microcósmica y macrocósmica-  en un vino que se bebían la luna y el sol.» Leonora Carrington. “Memorias de abajo”.

Irune Guadix

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