Angustias y represiones: las políticas del miedo (2)

Esta entrada es la parte 2 de 4 en la serie Del miedo

Inmediatez y alcance general distinguen a la epidemia de SARS-coV-2 de otras amenazas de estos tiempos. Lo que permite entender que aterrorice y paralice a poblaciones enteras, y justificar (¿objetivamente?) el rigor de las respuestas políticas.

Contenido

Las raíces de los miedos: amenazas, peligros, riesgos

Los psicólogos han puesto de manifiesto que el miedo puede ser un reflejo saludable en cualquiera de nosotros. Ciertas formas actuales más insidiosas se han extendido y afectan a la vida cotidiana de las personas y las familias, sobre todo las relacionadas con la alimentación y con la salud. Han pasado a engrosar un miedo de masas, vinculado al hecho de que habríamos entrado efectivamente en una sociedad de la incertidumbre, un mundo de amenazas, equiparadas a otros tantos peligros. Cuantificados estadísticamente, estos últimos son promovidos a la categoría de riesgos, traducibles en términos monetarios en tanto que asegurables…

La teoría del riesgo es la fuente de inspiración explícita de un librito titulado Doit-on avoir peur ? (¿Debemos tener miedo?, Editions du 1-Philippe Rey, 2021) que, coordinado por el periodista Eric Fottorino (antiguo director del periódico Le Monde), reúne una veintena de contribuciones alrededor de los cinco tipos de riesgo en los que pone el foco: sanitario, alimentario, nuclear  e industrial, securitario y terrorista. Curiosamente, no se evocan los grandes accidentes químicos (AZF en Tolosa, en 2001; Lubrizol en Ruán, en 2019; Beirut, en 2020…). Llama la atención que no se tengan en cuenta los riesgos asociados a catástrofes naturales (que quedan fuera de los sistemas mercantiles de seguros). Se consagra un espacio importante a la epidemia de coronavirus, considerada como crisis sanitaria y económica, en gran medida determinada por nuestra «sociedad industrial». Extrañamente, tampoco se aborda el riesgo climático [1]En cambio, el filósofo franco-suizo Dominique Bourg pone en el primer plano la amenaza climática. Después de recordar los 300.000 muertos por covid previstos para Francia por el Imperial College … Seguir leyendo.

Ante esto, ¿cuál es la respuesta? La mayor parte de las contribuciones al citado libro, escritas entre 2015 y 2021, no responden realmente a la pregunta. Pero Jean-Pierre Dupuy, que ha sido profesor de ciencia política en la prestigiosa Universidad de Stanford (en el corazón de Silicon Valley, en California), parte del «riesgo nuclear e industrial» (ambos curiosamente asociados) y se decanta claramente por una posición («la bomba nos protege porque nos amenaza», págs. 43-48): «Nos interesa que una voz diga que la catástrofe no tendrá lugar, y que otra, aunque sea minoritaria, diga que ocurrirá. Hace falta esta otra voz para que sintamos miedo». El equilibrio del terror que caracterizó a la guerra fría podría darle la razón. Pero él va más lejos: hoy día incluso, la existencia del arma atómica es útil y hasta necesaria: «Una desnuclearización total, como preconizan muchos norteamericanos (?), no sería buena solución (…) No se alarma lo suficiente, esa es la cuestión». Y la introducción de Fottorino remite, en conclusión, al mismo Jean-Pierre Dupuy: «Olvidar o negarse a tener miedo es tal vez dejar la posibilidad de que lo peor se produzca (…) Contrariamente al dicho, quizás el miedo tiene el poder de alejar el peligro». Este tema del «buen consejero» no es de ahora: el filósofo Gérard Bensussan recordaba en noviembre de 2020 las tesis del alemán Hans Jonas que, en El principio de responsabilidad (1979), «hace del miedo una guía para la acción (…) altamente útil en política, ya que funda y estimula la responsabilidad social de los que tienen que decidir. Él piensa que el miedo abre una senda valiente, una preocupación ética y una inquietud para los que vengan después de nosotros» [2]Hans Jonas ha subrayado acertadamente las responsabilidades de las generaciones actuales. Pero lo hace desde una visión pesimista del mundo, que opone al «principio de esperanza» del filósofo … Seguir leyendo.

La contribución a esta misma obra que firma el filósofo André Comte-Sponville («me parece urgente resistir al orden sanitario») es la única que se distancia algo de esta especie de invocación al miedo. Apoyándose en Montaigne («lo que me da más miedo es el miedo»), escribe en septiembre de 2020: «por esto nuestra época me da miedo: de tanto asustar es espantosa…». Pero ninguno de los coautores plantea la cuestión de la utilización, por parte de los que tienen el poder,  de las inquietudes y temores de sus conciudadanos. Y sin embargo…

Asustar para reinar

Estados de excepción y estados de alarma son instrumentos clásicos de «políticas del miedo» (nada novedosas), propias de las diversas formas de tiranía. En los primeros años 2000, el motivo era el terrorismo, el miedo que éste inspira a la población y especialmente a los gobernantes. En un artículo publicado en la revista Lignes (2004/3, págs. 109-118), el filósofo Jean-Paul Dollé escribía: «La política del miedo se apoya en un axioma: la obediencia de los súbditos es tanto más fácil de obtener cuanto más imbuidos están aquellos de la idea de poder ser librados del miedo por un poder que les protege a cambio de su acuerdo voluntario. Este es el secreto de la servidumbre voluntaria. La impotencia aceptada por todos hace todopoderoso al príncipe…». Y concluía: «Así funciona la política del miedo. ¡Más vale vivir de rodillas que morir de pie!».

Siete años después, el traductor y ensayista Serge Quadruppani proponía una definición en su libro La política del miedo (Éditions du Seuil, 2011): «[es] aquella que, ejercida por la derecha o por la izquierda, acumula leyes liberticidas, desarrolla sin descanso las técnicas de vigilancia y los ficheros, y agita más y más la amenaza ‘terrorista’. Aquella que, en nombre del 11 de septiembre, acosa cotidianamente a los extranjeros, los jóvenes, los internautas, las prostitutas, los parados, los otros, todos los otros (…) Para unos responsables políticos que tratan en vano de gestionar la economía global, la política del miedo es algo así como una compensación de su casi-impotencia con un activismo represivo sobremediatizado». Esta clase de políticas «forma parte de una estrategia global que decreta (…), bajo diferentes formas, un estado de guerra permanente». Pero, a diferencia de la guerra propiamente dicha, «forzosamente de duración limitada», este estado de guerra «puede perpetuarse ilimitadamente» (Jean-Paul Dollé).

Todas las inquietudes, reales o supuestas, son instrumentalizadas. El descubrimiento de 480 contagios del virus Ébola en Francia y su eco mediático («¡Habrá muertos!») inspiraron, en 2014, un artículo del historiador Francis Arzalier que llevaba por título «Francia tiene miedo»: «Esta gran misa mediática del espanto anestesia a una opinión pública mejor de lo que lo hicieron en otros tiempos Jehovah, Jesús, Alá o sus discípulos. El común de los mortales, desesperado por la austeridad, el paro o la destrucción de industrias, contempla la realidad como un espectáculo indescifrable e irracional».

Con la epidemia de coronavirus, se pasa a una nueva etapa que analiza el psicólogo y psicoanalista Francis Martens: «De hecho, el coronavirus es el aliado objetivo de los sistemas de vigilancia cercana y de cuantos hacen de ella juguete o profesión (…) Tecnológicamente, todo está listo para ello  ̶  sin el menor debate. La sinergia ciega entre el poder financiero y el control tecnológico marca el paso. El  miedo sirve como catalizador. Anestesiados por el virus y por el temor de una muerte muy desagradable, al hilo de ‘reuniones de crisis’ y de las subsiguientes órdenes, estamos  ̶  por nuestro propio bien  ̶  dispuestxs a aceptarlo todo» (en la revista belga Politique, 11 de agosto de 2020, «El miedo, ¡ese mal consejero!»).

Frente a quienes pudieran reprocharme que doy la palabra a complotistas patentados, apelaría en mi defensa a una personalidad a priori poco sospechosa  ̶  por lo menos desde este punto de vista  ̶ , el Secretario General de la ONU, el portugués Antonio Guterres. En una comunicación al Consejo de Derechos Humanos fechada el 22 de febrero de 2021 declaraba: «Blandiendo la pandemia como pretexto, las autoridades de algunos países han adoptado severas medidas de seguridad y medidas urgentes para reprimir a las voces disonantes, abolir las libertades más fundamentales y acallar a los medios independientes». Cabe no hacerse ilusiones a propósito de las «autoridades» a las que se refería, pero dicho queda.

Instrumentalizar los miedos: prohibir, infantilizar, culpabilizar

El día siguiente de los atentados terroristas del 13 de noviembre de 2015 se decreta el estado de emergencia, en virtud del cual la prefectura de policía prohibía las manifestaciones en París [3]Lo que denunciaron algunos intelectuales franceses como Serge Quadruppani y Frédéric Lordon: «Haber provocado la puesta bajo tutela de toda la población es un triunfo para el Daech (…) Si … Seguir leyendo. Se mantuvo hasta 2017, año en se promulgó la ley de seguridad interior (julio) [4]La Ley sobre la seguridad interior y la lucha contra el terrorismo (SILT) de 21 julio de 2017 sucedió a la Ley sobre la seguridad interior (LSI) aprobada a propuesta del presidente Sarkozy en marzo … Seguir leyendo. El «estado de emergencia sanitaria» en Francia (equivalente del «de alarma» en España) fue establecido por la ley de 23 de marzo de 2020 y prorrogado en cuatro ocasiones, por lo menos hasta el 1 de junio de 2021. Uno y otro refuerzan los poderes de los prefectos. Así, se han multiplicado los instrumentos legislativos restrictivos de las libertades públicas, con su acompañamiento de prohibiciones y de sanciones.

Con el covid-19, confinamientos y toques de queda completan el arsenal, que incorpora inéditas herramientas de control, como los diversos «justificantes de desplazamiento autorizado» y las sanciones en caso de incumplimiento. Quedamos sujetos a medidas estrictas, como los «gestos-barrera», impuestas en nombre de la llamada distanciación «social», bajo multa de 135 €. Sin olvidar los cierres de restaurantes, bares, cines y teatros y comercios «no esenciales», y la fijación de limitaciones diversas para los establecimientos que permanecen abiertos. Recuérdense también las insistentes recomendaciones de no superar seis personas en las cenas de Navidad, enseguida extendidas a cualquier reunión al aire libre.

Frente a la crisis climática se recomienda reiteradamente una serie de «pequeños gestos» cotidianos «para salvar el planeta», pero sin carácter obligatorio. Los efectos del calentamiento climático se presentan como una amenaza a medio o largo plazo, sin el carácter de una urgencia inmediata, hasta el punto de dar pie a toda una batalla de ideas para lograr que se asuma. En cuanto a los accidentes industriales o los atentados terroristas, se incluyen entre las amenazas, pero siguen siendo relativamente raros y afectan a una proporción muy baja de la población. Por ello, son comúnmente percibidos como improbables. Sin embargo, con la actual pandemia, se pasa a un nivel superior en dos aspectos: la amenaza es inmediata (de hoy) y general (para todos).

Se comprende, por ello, que esta amenaza aterrorice  y paralice a poblaciones enteras y, al mismo tiempo, que justifique (¿objetivamente?) el rigor de las medidas, a veces incomprensibles o ridículamente quisquillosas. Como proclamó el Presidente Macron,  «¡estamos en guerra!». Lo que supone obediencia y sumisión. Pero este sistema de prohibiciones y obligaciones, con su acompañamiento de sanciones, es vivido por los (muchos) que sufren este corsé reglamentario como una operación de infantilización generalizada, cada vez mejor analizada por algunos periodistas, psicólogos y activistas que, en número creciente, exigen: «¡dejen de tratarnos como a niños!».

Macron anunciando el confinamiento general de Francia el 12 de marzo de 2020. Fotografía: AFP/Ludovic Marin. Fuente: TN
Macron anunciando el confinamiento general de Francia el 12 de marzo de 2020. Fotografía: AFP/Ludovic Marin. Fuente: TN

Las mismas prohibiciones y las lecciones morales que van con ellas producen otro efecto deletéreo. La denuncia de la «relajación» y el «descuido» en días de buen tiempo va unida a intervenciones policiales en el Canal San Martín de París y en los paseos de las riberas de los ríos y las marinas. En los grandes medios se repiten las entrevistas a viandantes que se quejan de gestos y comportamientos «irresponsables», sobre todo de los jóvenes. A ojos de la fracción más amedrentada de la población, todos nos hemos convertido en «portadores potenciales de un virus potencialmente ‘terrorista’. El primer efecto de esta percepción (…) creada e implantada en las conciencias (…) es el de inculcar el terror». Nos hemos vuelto todos culpables en potencia. A la culpabilización personal («no visitemos a nuestros mayores para no contagiarlos») se añade otra colectiva: «¡si no os protegéis ponéis en peligro a los demás!» [5]Thomas Werden, «La culpabilisation collective, une arme idéologique absolue», tribuna del 8 de diciembre de 2020 en el sitio web de France-soir..

Infantilización y culpabilización contribuyen a anular la responsabilidad individual y colectiva a las que, sin embargo, las autoridades científicas y políticas nos convocan continuamente. Unas y otras nos explican que todas estas medidas, por muy difícil que resulte soportarlas y muy perjudiciales que sean para nuestra vida personal y para la vida social y económica en general, han sido decididas por nuestro bien. A la vista de la desconfianza que inspiran, no es de extrañar que estas decisiones  ̶   en parte justificadas, indudablemente  ̶  sean contestadas y mal aplicadas. Pero hay que aceptarlas, sobre todo porque se apoyan «en la ciencia y los científicos». Solo que, ante el aluvión de mensajes que recibimos y las contradicciones e incoherencias en que incurren, es difícil distinguir lo verdadero de lo falso. Así, pues, no nos libraremos de preguntarnos sobre el fondo del asunto…

28 de marzo de 2021

(Próximo capítulo: Las ciencias, ¿rehenes o abiertas a debates con fundamento?)

Pierre Lenormand

Traducción: Hojas de Debate. Versiones adaptadas por el autor.

Fuente de la fotografía destacada: Las Provincias

Notas

Notas
1 En cambio, el filósofo franco-suizo Dominique Bourg pone en el primer plano la amenaza climática. Después de recordar los 300.000 muertos por covid previstos para Francia por el Imperial College de Londres, afirma: «los peligros son infinitamente mayores en lo que se refiere al clima (…) Probablemente en 2040 habremos alcanzado la subida de 2 grados, y en ese momento varios lugares de la tierra se harán literalmente inhabitables (…) Nuestra civilización acaba de recibir una advertencia» (p.18).
2 Hans Jonas ha subrayado acertadamente las responsabilidades de las generaciones actuales. Pero lo hace desde una visión pesimista del mundo, que opone al «principio de esperanza» del filósofo marxista Ernst Bloch. Este último defendía que «la elaboración de utopías es una función esencial de la conciencia humana, por la cual ésta esboza los trazos de un mundo mejor».
3 Lo que denunciaron algunos intelectuales franceses como Serge Quadruppani y Frédéric Lordon: «Haber provocado la puesta bajo tutela de toda la población es un triunfo para el Daech (…) Si existe algo parecido a un valor francés, es el de haber rechazado desde hace por lo menos dos siglos dejar la calle al ejército o la policía (…), no aceptamos que el gobierno manipule el miedo para prohibir que nos manifestemos».
4 La Ley sobre la seguridad interior y la lucha contra el terrorismo (SILT) de 21 julio de 2017 sucedió a la Ley sobre la seguridad interior (LSI) aprobada a propuesta del presidente Sarkozy en marzo de 2003, que instituía nuevos delitos y sanciones relativos a «concentraciones amenazadoras o prohibidas», «poblaciones nómadas» y «ocupas», y ampliaba las posibilidades de fichado.
5 Thomas Werden, «La culpabilisation collective, une arme idéologique absolue», tribuna del 8 de diciembre de 2020 en el sitio web de France-soir.
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