Borbón con o sin Bribón
Los que se preocupan de la sequía en sus grifos empiezan a organizar procesiones para que llueva. Todos forman parte de la España reaccionaria y supersticiosa que no deja de volver, como el emérito, con cualquier excusa y que solo la República podría superar.
La noticia de estos días ha sido el retorno del emérito a España, o mejor dicho, su capricho de pasarse unos días en plan relax, entre regata y apartamento turístico, ejerciendo impasible su papel de frívolo e irresponsable representante de la oligarquía y la aristocracia corrupta. Mientras don Juan Carlos aterrizaba en el aeropuerto de Vigo y se dirigía a Sanxenxo para recuperar el recuerdo de tanto navegar, con total complementariedad semántica, en su velero “Bribón”, Felipe Sexto tomaba tierra en el acuartelamiento de La Legión en Montejaque y más tarde daba la vuelta al ruedo en la plaza de toros de la Real Maestranza de Caballería de Ronda, antaño utilizada como campo de concentración contra los defensores de la legalidad republicana. En este caso se trataba de una confluencia multitudinaria con las cinco maestranzas españolas y la reafirmación de la lealtad a la Corona, a la que vincula con la monarquía renovada en consonancia, entre otras virtudes y buenas prácticas, con el mérito como referente (del emérito no soltó prenda).
Aunque los Borbones son “gente bien”, no suelen cumplir con las obligaciones familiares y don Felipe se ha desentendido de recibir a su padre, al que debe considerar como un jubileta incontrolable comprometedor del prestigio de la institución coronada. Quizás y pese a los muchos años de práctica en el sofisticado arte del “borboneo” o por eso mismo, estén viviendo un malentendido. Quizás falta asesoría local y sobran amigotes que le ríen las gracias al emérito o un Secretario de Estado (norteamericano, un Kissinguer) o un Biden o un Trump que vengan a poner orden en la Casa Real, como en su momento venían Eisenhower o Nixon para que no se les alborotara la colonia sureuropea, como hacían con Franco, luego con Suárez, después el camarada Isidoro, en aquellos tiempos de organizar la Transacción (perdón, la Transición).
Pero no hay preocupación, como cuando nuestros americanos (“os recibimos con alegría”) tenían que montarle el reino al joven don Juan Carlos, con la inestimable colaboración de quienes convocaron una fiesta de disfraces un 23 de febrero, antes de que se nos pudiera ocurrir, como a los portugueses, montar una revolución de los claveles.
Años más tarde, después de no poca monta (y doma), la España de charanga y pandereta se suma a cualquier fiesta mediática aderezada por los especialistas en guerra comunicacional. No hace falta inteligencia artificial (más bien, poca inteligencia) para montar en toda clase de pantallas un verborreico entretenimiento frivolón que aliena como un debate más falso que el “amor a España” de nuestra clase reaccionaria. Y van y aplauden al Borbón como si fuera un atractivo turístico. Otros, los que se preocupan de la sequía en sus grifos, empiezan a organizar procesiones para que llueva. Todos forman parte de la España reaccionaria y supersticiosa que no deja de volver, como el emérito, con cualquier excusa y que solo la República podría superar.