La izquierda española ante la Unión Europea

El actual contubernio UE-OTAN y el peligro real de guerra devastadora que se cierne sobre nosotros deberían servirnos para mostrar la desnudez del emperador con sede en Bruselas.

La Unión Europea (UE), sucesora de la Comunidad Económica Europea (CEE, creada en 1957 por el Tratado de Roma), desarrollada a partir de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA, fundada en 1951), es, por sus orígenes y por su evolución, un proyecto de gobernanza capitalista global de Europa Occidental y Central (al que tras 1991 se han ido incorporando la mayoría de los países de Europa Oriental), proyecto tutelado desde el principio por los EE.UU., cuyas tropas ocupaban desde 1945 el territorio de los seis primeros Estados miembros de la Comunidad Europea y sobre los que llovió a partir de 1948 la (interesada) ayuda económica conocida como “Plan Marshall”, destinada a facilitar la recuperación económica de dichos países de manera que pudieran convertirse en un gran mercado semicautivo de la industria norteamericana a la par que se les uncía al carro de los intereses geoestratégicos de Washington en oposición al bloque de países de economía planificada encabezados por la Unión Soviética. Se llevaba así hasta sus últimas consecuencias la estructura bipolar del mundo nacido de los acuerdos de Yalta y Potsdam.

Desde el principio, la llamada “construcción europea”, junto al objetivo de impedir guerras comerciales y crisis de superproducción, se orientó hacia la eliminación de trabas a la circulación de capitales mediante la progresiva supresión de las barreras arancelarias y de la intervención de los Estados en la economía, tanto en el ámbito de la producción como en el de la distribución, bajo el lema de la “libertad de mercado”. Sus primeros promotores, los franceses Robert Schuman y Jean Monnet, representaban, respectivamente, los grandes intereses industriales y financieros de su país y de los pequeños países de su entorno, como Bélgica y Luxemburgo, pero integrando también a Alemania con vistas a controlar su potencial económico.

El modelo seguido fue, naturalmente, el imperante en los Estados Unidos (Monnet, en particular, había pasado mucho tiempo allí dedicado a las finanzas). Dicho  modelo había quedado fijado ya internacionalmente en 1944 tras los acuerdos de Bretton Woods y la subsiguiente creación del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional (FMI), sistema blindado además con la adopción del dólar como divisa de uso prácticamente universal en los intercambios comerciales internacionales.

El vínculo transatlántico de la Europa capitalista con los Estados Unidos quedó definitivamente sellado con la creación de la OTAN en 1949, que desbordó el tímido intento de creación de una alianza defensiva meramente europea entre Francia, Bélgica, Países Bajos, Luxemburgo y el Reino Unido (la Unión Europea Occidental, UEO, creada por el Tratado de Bruselas de 1948). Aunque la orientación política antisocialista y la consiguiente visión geopolítica antisoviética estaban ya desde el principio en la mal llamada ideología “europeísta”, la vinculación a la OTAN o Alianza Atlántica consolidó definitivamente esa orientación. La incorporación a esa alianza, en 1955, de la República Federal de Alemania (creada unilateralmente en 1949 por los países ocupantes de la mitad occidental del territorio alemán, en abierta violación de los acuerdos de Yalta, que por exigencia de la Unión Soviética excluían la división de Alemania) contradecía los teóricos principios fundacionales de la OTAN entre los que figuraba impedir el resurgimiento del militarismo alemán.

Este hecho (que provocó inmediatamente como respuesta la creación del Pacto de Varsovia, ¡no menos de seis años más tarde que la creación de la OTAN!) dejó bien a las claras la intención de las élites occidentales de implicar a la aún embrionaria Comunidad Europea en la estrategia de poner freno por todos los medios, tanto políticos como militares, a la temida expansión de las ideas socialistas. De manera que las sucesivas metamorfosis de la Comunidad Europea han ido convirtiéndose en el brazo político-económico de la alianza militar representada por la OTAN, hasta culminar en la fase actual, en que el solapamiento entre UE y OTAN es total, como si el hecho de residir las sedes respectivas en la misma ciudad, Bruselas, hubiera dado lugar a una completa transfusión recíproca de directrices y actuaciones. 3

Una estructura compleja alejada del ciudadano.

El relativo galimatías organizativo creado por la sucesiva superposición o adición de diferentes estructuras (CECA, CEE y Comunidad Europea de la Energía Atómica, o Euratom) se simplificó relativamente a partir de 1965 mediante el Tratado de Fusión, por el que se crearon la Comisión Europea y el Consejo de la Unión Europea, o Consejo Europeo, instituciones a las que habría que añadir una Asamblea Parlamentaria Europea, derivada de la llamada Asamblea Común de la CECA, que a partir de 1962 había recibido el pomposo nombre de Parlamento Europeo, pese a ser un órgano meramente consultivo que carecía de cualquier atisbo de poder legislativo (situación que se mantiene, de hecho, en la actualidad, pese a que desde 1979 sus miembros son elegidos directamente por los ciudadanos de los diferentes Estados miembros).

El reparto de tareas entre esas diferentes instancias es de una complejidad tal que hace prácticamente imposible el seguimiento de sus actuaciones por el ciudadano de a pie. Simplificando mucho:

• La Comisión Europea, formada por un colegio de comisarios nombrados por los gobiernos nacionales teniendo más o menos en cuenta la correlación de fuerzas existente entre los distintos partidos con representación parlamentaria de cada país, posee la llamada facultad de “iniciativa”, a saber, la capacidad de proponer normativas de toda índole aplicables a los diversos campos de la gestión política y económica general de los Estados miembros, normativas (llamadas, según su alcance, directivas o reglamentos) que el Consejo Europeo debe estudiar y ratificar, rechazar o enmendar.

• El Consejo Europeo (que no hay que confundir con el Consejo de Europa, institución sin vinculación orgánica alguna con las instituciones propias de la UE, y cuyas resoluciones carecen de valor vinculante para los Estados miembros) es el verdadero órgano ejecutivo y, de hecho, legislativo (el Parlamento Europeo propiamente no legisla, sino que en general se limita a refrendar o, a lo sumo, introducir algún retoque en las decisiones del Consejo, mediante el eufemísticamente llamado procedimiento de “codecisión”; y, por supuesto, carece de poder de control efectivo sobre la actuación de la Comisión y del Consejo y sobre su composición). El Consejo Europeo está formado por los jefes de Estado y de gobierno de los Estados miembros, aunque la labor cotidiana la llevan a cabo los representantes de los distintos departamentos ministeriales nacionales reunidos en los consejos correspondientes a cada campo específico o rama de la Administración. De entre todos esos consejos destaca, por su papel clave en la gobernanza de una Unión en la que tienen prioridad las cuestiones económicas, el llamado Ecofin, o Consejo de Ministros de Economía y Finanzas.

Queda claro, pues, el carácter profundamente antidemocrático del entramado institucional de la UE. Sus defensores arguyen que la voluntad popular determina la actuación de sus órganos de manera indirecta mediante la participación en las elecciones generales de cada país, de las que salen los distintos parlamentos y, de ellos, los respectivos gobiernos, pues son estos gobiernos los que constituyen de hecho el Consejo Europeo y los que nombran a los miembros de la Comisión Europea. Siendo esto verdad, no lo es menos que, mientras en las elecciones generales de ámbito nacional los candidatos presentan programas sobre cuya base se comprometen a actuar en caso de ser elegidos, la actuación de los miembros del Consejo, y no digamos ya de los de la Comisión, no está comprometida con ninguna promesa electoral, dado el carácter doblemente indirecto de su presunta representación de la voluntad popular. La excepción que a este respecto constituye el Parlamento Europeo, dada la extremada limitación de sus poderes, es más aparente que real.

Esto por lo que respecta a las formas institucionales básicas a través de las que se elaboran y se aplican las políticas de la Unión. Para completar el cuadro hay que atender al contenido de esas políticas.

Triunfo del neoliberalismo puro y duro.

En los primeros tiempos, y hasta las últimas reformas de los tratados, que comentaremos a continuación, y al socaire de la Carta Social Europea de 1961, todavía se podía hablar de “política social” comunitaria (cuyos últimos residuos se mantuvieron vivos en la actuación de la CECA hasta la expiración de su tratado en los años noventa del pasado siglo). Pero a partir, como mínimo, de la llamada Acta Única Europea, aprobada en 1985, se radicaliza la orientación neoliberal de las políticas emanadas de Bruselas y se laminan paulatinamente los mencionados restos de política social. Contribuyen decisivamente a ello las excepciones concedidas al Reino Unido en la aplicación de ciertos principios y medidas de política social (el llamado “opt out”, flagrante violación del principio de igualdad ante la ley), así como la avalancha de adhesiones de países exmiembros del Pacto de Varsovia, que animados por el furor del converso (del socialismo al capitalismo) hicieron que se corriera ostensiblemente a la derecha la ideología, no sólo de los responsables políticos, sino también de los funcionarios de la Comisión y el Consejo.

Este giro culminó en la aprobación del Tratado de Maastricht, de 1992, del que emana directamente el Tratado de la Unión Europea (TUE). Tratado que sufrió sucesivas modificaciones (cada vez más en la línea del dogma económico neoliberal) en 1997 (Tratado de Amsterdam), 2001 (Tratado de Niza) y 2007 (Tratado de Lisboa). Hay que recordar también que, cuando en 2004 se intentó elevar el TUE, junto con los demás tratados aprobados hasta entonces, a la categoría de “Constitución Europea” y someterla, por tanto, a referéndum, los resultados negativos de los referendos celebrados en Francia y en los Países Bajos no fueron debidamente tenidos en cuenta por los dirigentes comunitarios, sino que, en lugar de proceder a una revisión a fondo de los tratados, se suprimió el requisito del refrendo popular y se consideró que el voto favorable de los parlamentos nacionales bastaba para la ratificación del TUE y todos los tratados anexos, conjunto al que se retiró, eso sí, el pomposo nombre de “constitución europea”. Así quedó establecido en el Tratado de Lisboa antes mencionado, que dio paso al Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea (TFUE), un importante paso más en la dirección de reducir la democracia interna de la UE.

La discusión del Tratado de Maastricht en el Parlamento español dio lugar, por cierto, al primer gran conflicto interno de Izquierda Unida, polarizada entre la posición de rechazo al Tratado, propugnada por Julio Anguita y la mayoría de la organización, y la del (vergonzantemente) llamado “crítico”, propugnada por el sector autodenominado Nueva Izquierda y por la dirección de Iniciativa per Catalunya, con Rafael Ribó a la cabeza (así como por la dirección confederal de Comisiones Obreras).

Entre las “líneas maestras” del Tratado de Maastricht figuran: 1) La iniciación del proceso de creación de una moneda europea única, culminado pocos años después con la puesta en marcha de la Unión Monetaria Europea (UME). 2) La creación del Banco Central Europeo (BCE) como organismo financiero “independiente” de las instancias propiamente políticas de la Unión y, por supuesto, de los gobiernos de los Estados miembros. 3) La total libertad de circulación de los capitales. 4) La fijación de un tope del 3% en el déficit público. 5) La fijación de un tope del 60% en la deuda pública con respecto al Producto Interior Bruto.

Las consecuencias de Maastricht, vigentes hoy día (con las oportunas excepciones introducidas transitoriamente por el BCE mediante la compra de deuda soberana de los Estados miembros en riesgo de insolvencia, medidas que han evitado de momento la implosión de la Unión Monetaria y de la Unión Europea en su conjunto) son bien conocidas:

1. Fin de la soberanía económica nacional.

2. Imposibilidad de llevar a cabo políticas macroeconómicas nacionales y fuerte restricción de la libertad de distribución del gasto, debido al corsé impuesto por la política europea de equilibrio presupuestario; todo ello condicionado además por la prioridad acordada al pago de la deuda externa, recogida en nuestro caso en el artículo 135 de la Constitución.

3. Eliminación de toda iniciativa nacional en política monetaria. Como consecuencia de ello, al carecer del arma de la devaluación monetaria para hacer frente a los desequilibrios de la balanza comercial, los gobiernos nacionales sólo pueden recurrir a la “devaluación interna”, es decir, a la devaluación social y salarial.

¿Qué hacer?

El panorama presentado hasta aquí, con ser sombrío, amenaza ensombrecerse cada vez más. A raíz de su insensata (aunque perfectamente coherente con la ideología de sus élites dirigentes) implicación en la guerra Rusia-Ucrania al servicio de los intereses geoestratégicos de Washington (y de su sucursal londinense), la Unión Europea está perdiendo peso político y económico a marchas forzadas. Esta deriva, que para los pueblos europeos está resultando tremendamente nociva (no así para sus élites, que tienen un pie a cada lado del Atlántico), puede, no obstante, convertirse a medio plazo en una oportunidad de cambio a mejor. La “jibarización”, ya en marcha, de la economía alemana, hasta anteayer orgullosa locomotora de la Unión Europea, reducirá forzosamente su poder y su capacidad de condicionar la política del resto de los Estados miembros. Ello, unido al mutis por el foro (felizmente) consumado por el Reino Unido, ese caballo de Troya de los Estados Unidos en Europa (ni una sola lágrima debe derramar la izquierda por el “Brexit”), deja a Francia como buque insignia de la Unión Europea y a un cada vez más desacreditado Macron como su timonel. A poco que el recurrente amotinamiento de las clases subalternas francesas se deje sentir en el puente de mando de esa nave, es posible que la pérdida de autoridad de las élites europeas se acreciente hasta el punto de permitir la apertura de brechas en el muro de la ortodoxia neoliberal que guía a la Unión.

Lamentablemente, en lo que respecta a España, la izquierda institucionalizada se muestra incapaz de decirle a la ciudadanía siquiera un ápice de verdad sobre lo que representa actualmente la UE, sorbido como parece tener el seso y embotada la sensibilidad por el papanatismo europeísta ante la esperada lluvia de (devaluados) euros de los Fondos Next Generation.

Borrell dice que no es el momento de hablar sobre la paz, sino de apoyar militarmente en la guerra.

El actual contubernio UE-OTAN y el peligro real de guerra devastadora que se cierne sobre nosotros deberían servirnos para mostrar la desnudez del emperador con sede en Bruselas. El ataque regular a la figura de la nefasta presidenta de la Comisión, Ursula von der Leyen, transfigurada en walkiria guerrera desde antes, incluso, de febrero de 2022, debería ser ritual obligado en toda fuerza de izquierda que conserve un mínimo de instinto antiimperialista frente al único imperio realmente existente, el de los Estados Unidos de América y sus vasallos de la Alianza Atlántica.

En línea con esto último y con el consiguiente objetivo de reducir la dependencia respecto de los Estados Unidos, la izquierda debe saludar y aplaudir la incipiente desdolarización del comercio internacional, proceso que se va abriendo paso a iniciativa de varios países miembros de los BRICS, club que España no debe perder de vista como posible refugio ante una no descartable implosión de la Unión Monetaria Europea o ante una agudización de la crisis (generada en gran parte por las políticas económicas de la UE) que haga insostenible la situación de España como Estado soberano dentro de dicho marco.

Decir estas verdades del barquero, por más que a muchos no les guste oírlas, es el primer deber de la izquierda si no quiere renunciar a la esperanza de sustituir un día esta Europa de los mercaderes (y de los fabricantes de armas) por una Europa de los ciudadanos, libres de opresión social y en paz con todos sus vecinos.

Mayo de 2023.

El Polo de la Izquierda

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