Isabel Diaz Ayuso: la revolución de los ricos contra los pobres

Volver al capitalismo del siglo XIX, sin ninguna limitación, para imponer «libremente» las leyes del mercado, frente a cualquier regulación que procure limitar los abusos de los más fuertes, que sería «socialista o comunista».

La operación que Díaz Ayuso ha iniciado en Madrid y que, si tiene éxito, pretende extender a toda España, es una decidida revolución de los ricos contra los pobres.

La frase es del economista canadiense, afincado en EEUU, John Kenneth Galbraith, y la pronunció valorando la imposición de las políticas ultraliberales acaudilladas en aquel país por Reagan y en Inglaterra por Thatcher y que ya había impuesto de manera despótica en Chile el dictador Pinochet. La sociedad no existe, sólo existe el individuo, era uno de sus lemas.

Una segunda reedición es la actual, que ha estado encabezada por Trump, y se pretende exportar al resto del mundo por Steve Bannon y su secuaces de extrema derecha, y que en España ha sido abrazada entusiásticamente por VOX y por el sector del PP que está detrás de Diaz Ayuso (los Lasketty, Enrique López, Miguel Ángel Rodriguez),  y también por el que está  delante de ella, como sus antiguos patronos Aznar y Esperanza Aguirre. Tiene el apoyo enardecido de gran parte de la prensa de Madrid.

Hasta ese genuino ventilador de odio que es Jiménez Losantos, ya ha llamado a los madrileños a votarla, en lugar de a VOX.

Como no pueden, por motivos obvios, bautizarla así, como la revolución de los ricos contra los pobres, la disfrazan de «cruzada por la libertad».

¿Y qué quiere decir con esta hermosa palabra, empleada ahora como gancho electoral, la extrema derecha ayusista madrileña? Evidentemente, siguiendo a sus mentores foráneos y nacionales, la primera acepción que esgrime, es la de libertad para no pagar impuestos. Ahí arranca el edificio. Es tan hermosa la palabra, nos transporta a lugares tan idílicos, que lo primero en Madrid consistió en montar un paraíso fiscal.

Tal y como la utilizan estos ultras, blandiéndola cual arma arrojadiza, esta flecha que dirigen semánticamente como antagónica contra «el socialismo», o contra «el comunismo», vuelve a enmascarar su verdadero objetivo, que es utilizarla para destruir, para eliminar, todo atisbo de igualdad. Ese es su enemigo.

Cuando hablan, pues, de libertad, lo que están pretendiendo es destruir los tímidos avances sociales que se han ido produciendo lentamente, de la mano de su desarrollo en el resto de los países europeos, sobre todo durante gran parte del siglo XX. De lo que se trata es de eliminar el llamado estado del bienestar, que ha sido el  intento de mitigar las enormes desigualdades a que lleva el capitalismo sin control alguno. Precisamente estos controles son los que pretenden destruir.

Partiendo de su base esencial, que como hemos visto es la libertad para no pagar impuestos, se elimina el mecanismo redistributivo básico esencial que aminora en parte las desigualdades; el de que cada uno contribuya al sostenimiento de las cargas públicas según el principio que emana de la Constitución «de acuerdo con su capacidad económica». No es que pretendan dejar al estado sin ningún ingreso. Mantienen los derivados del trabajo, el de los impuestos indirectos y algunos otros, imprescindibles, por ejemplo, para la financiación de los aparatos represivos del estado.

Al suprimir los impuestos directos buscan, como ya han demostrado sobradamente en Madrid, destruir los restantes mecanismos igualatorios que aún quedan, como la sanidad pública, sometida precisamente en aquella comunidad de Madrid a un terrible cerco para que de sus ruinas se consolide como el gran negocio de la sanidad privada, procediendo de igual forma con la enseñanza pública, en beneficio también de la privada, por no hablar del escándalo de la creación continua de universidades privadas, fenómeno tan grave que exigiría muchas páginas para describirlo.

Recordemos que, no casualmente, la derecha extrema y la extrema derecha, cuando se aprobó la ley de educación conocida como Ley Celaá, que suponía un tímido impulso de la pública, gritaban  oponiéndose a ella: «libertad-libertad».

Por supuesto que no hay nada que mejor ejemplifique su concepto de libertad que el «despido libre», pues es una gran agresión para el empresariado no poder eliminar, sin indemnización alguna, a sus trabajadores díscolos, tal vez empezando por los del banco Goldman Sachs que se están quejando de las jornadas de más de 90 horas semanales, pues evidentemente el empresariado debe gozar de libertad para imponer el horario que le venga bien, y al que no le convenga, que libremente se marche.

¿Y qué decir del salario mínimo, o de los convenios colectivos, o la existencia de una jornada máxima legal, mayúsculas limitaciones a la libertad que reivindica la patronal para imponer a los trabajadores los salarios y las condiciones de trabajo que mayores beneficios le reporten? Quieren que volvamos a la plaza pública de los siglos XIX y XX, donde los braceros se acumulaban para ver quién era libremente contratado ese día por el señorito o su capataz.

Y esto no es una exageración; véase lo que ocurre en Madrid en la Plaza Elíptica cada mañana, según informa el diario El País, por ejemplo, en su edición del pasado 19 de diciembre, y la propia agencia  EuropaPress, aludiendo al espacio donde se conciertan  «una jornada de trabajo sin contrato por entre 20 y 50 euros», en enclaves que son «un tradicional punto de encuentro entre migrantes, muchos en situación irregular, y empleadores para trabajar en negro».

Igual destino pretenden nuestros liberales que ocurra con todas y cada una de las medidas sociales que un gobierno progresista intente establecer en materias de alquileres sociales, subvenciones de los transportes públicos y control del precio de la luz o el gas, entre otras.

Ayuso y Abascal Fuente: ElHuffPost, 10.03.21
Ayuso y Abascal Fuente: ElHuffPost, 10.03.21

En definitiva, que el capitalismo vuelva al siglo XIX, al liberalismo económico sin ninguna sujeción, sin ninguna limitación, para que se impongan «libremente» las leyes del mercado, frente a cualquier regulación que procure limitar los abusos de los más fuertes, que sería «socialista o comunista», es decir, defensora de restablecer algo parecido a una mínima igualdad, idea que, como se sabe, es directamente comunista.

Y como los trabajadores no aceptarán tal política de buen grado, el corolario de todo ello, es impulsar desde estos gobiernos «liberales» las leyes restrictivas de los derechos sociales y de las libertades públicas, tales como las de asociación, libre expresión, agravando si es preciso la ley mordaza, aumentando los poderes policiales y por supuesto, manteniendo un aparato judicial lo más ultra que se pueda para que no cuestione todos estos abusos. No sería de extrañar que se  promoviera la ilegalización de los partidos o asociaciones más combativas, pues cada vez son tachados con más reiteración de anticonstitucionales.

Esta es la política para la que pide Ayuso mayoría absoluta, o amplia, en Madrid, la de culminar la revolución de los ricos contra los pobres, para lanzarla a continuación como orientadora o hegemónica del gobierno central y de los autonómicos del resto de España.

Afortunadamente, no está el mañana escrito. En Madrid todavía se está a tiempo de parar a la extrema derecha.

Alberto García

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