Conclusiones sobre la Inquisición (5)

Esta entrada es la parte 5 de 6 en la serie La Inquisición

Fue toda la sociedad española la que pagó las consecuencias de esta maquinaria criminal, y aún sobre nuestro presente se proyectan efectos de aquellas actuaciones.

En los artículos anteriores se ha esbozado el asunto de la creación de la Inquisición Española por parte de los Reyes Católicos, sus objetivos, la persecución que llevó a cabo sobre judaizantes, moriscos, erasmistas, protestantes, en general los considerados herejes, más todos los delitos que consideraba conexos. Su papel en la censura de todo tipo de publicaciones, su enorme duración, recordemos cerca de 350 años, y durante el siglo XIX los carlistas todavía reivindicaban su restablecimiento.   Señalemos que su actividad se extendía a todos los territorios de ultramar, a las posesiones españolas en América, a Sicilia y Cerdeña, con intentos infructuosos de llevarla a Nápoles, que fracasaron por la fuerte oposición de sus ciudadanos, sin olvidar que resultó  especialmente dañino el intento de Carlos V de restablecerla a la española en Flandes, lo  que generó una animosidad tal que dio alas a la influencia protestante que querían combatir, circunstancia a la que por obvios motivos no podemos extendernos.

La principal consecuencia de la actuación de este organismo, vaya por delante, fue el enorme sufrimiento de las víctimas y sus familiares, detenidas por sus creencias, por sus pensamientos, por sus hábitos alimenticios y de vestido o descanso, que de inmediato se identificaban como sospechosos a la menor peculiaridad. Torturados y con sus bienes familiares incautados.

Ya hemos visto la serie de mecanismos que utilizaba la institución para que los hijos, nietos y descendientes, incluso de quinta generación, continuaran pagando por supuestos delitos de sus ancestros.

Pero fue toda la sociedad española la que pagó las consecuencias de esta maquinaria criminal, y aún sobre nuestro presente se proyectan efectos de aquellas actuaciones.

Siguiendo a Villacañas, “Imperiofilia y el populismo nacional católico”, señalaremos que los nobles de estirpes conversas, los Mendoza, Manrique, Estúñiga, unidos a los letrados como Fernando del Pulgar, Alonso de Palencia, Diego de Talavera y otros, se volcaron en Castilla en apoyar a Isabel la Católica contra Enrique IV, asociados a las minorías dirigentes de las ciudades. Después de la victoria de Isabel, y en el entorno de Fernando, cuajó un partido que consideró que los aliados de antaño ya habían cumplido todos sus servicios, por lo que se desarrolló un programa político tendente a desarticular las elites conversas urbanas, mediante la utilización de la Inquisición. Por eso, la estabilización del poder de Fernando y la fundación de la Inquisición, son aspectos del mismo programa, cuyo objetivo esencial era disminuir el poder de las ciudades y controlar los territorios fiscales.

Pese a la conversión que en muchos casos se había producido hacía décadas, contra todo principio cristiano, la sangre se impuso al sacramento, estableciéndose los Estatutos de Limpieza de Sangre, además, para que no cupiere duda de por dónde iban los tiros. Estos, de carácter abiertamente racista, obligaban a acreditar la pureza de sangre para acceder a cualquier cargo de mediana importancia, colegios mayores, Universidades, cargos regios, eclesiásticos, y un sinfín de oficios no podían ser ejercidos por quienes no acreditaran dicha exigencia racista. Con todo ello se alteró la vida comunitaria que, mal que bien, hacía siglos que iba funcionando. El “derecho” del Tribunal Inquisitorial fracturó todo el derecho tradicional y foral, que expresaba vínculos históricos poderosos. Se disolvió la comunidad mixta que se estaba forjando de manera fructífera desde hacía un siglo, arruinó la riqueza espiritual, la riqueza y el poder de aquel sector social emergente, y además, el conjunto de conductas penalizadas era tan amplio que todos los miembros de la sociedad podían ser culpables.

Para conseguir su propósito destructivo, se impulsaron no solo las denuncias concretas, sino las actuaciones masivas que se provocaban con las visitas anuales a los núcleos principales de población de toda España, exhortando a los vecinos -con graves amenazas- a poner en conocimiento del Tribunal de la Inquisición todos los hechos sospechosos de que tuvieren conocimiento, propios y ajenos, con promesa de perdón para los propios, si la confesión era total, lo cual como ya se ha explicado era una tremenda trampa, pues al confiado confesante se le exigía a continuación mostrar la identidad de quienes lo habían acompañado en su herejía, quienes la habían presenciado, quienes se habían enterado y no la habían denunciado, y estos a su vez, interrogados. Se iba de este modo provocando una cadena de nuevas delaciones que generaba más y más procesos, desencadenando un clima de terror generalizado y de extrema desconfianza de todos los miembros de la comunidad de que se tratara, entre sí, destruyendo todos los vínculos.

Este proceso concedía más seguridad a aquellas personas que no tuvieran relevancia social alguna, de modo que solo los pecheros estaban libres de sospecha para el Tribunal. Estos además carecían de bienes, por lo que no podían pagarse con los mismos ni las costas de sus hipotéticos procesos. Así se compensó con el pomposo título de cristiano viejo a quien no tenía otra cosa.

La situación llegaba al extremo de que como los judeoconversos tenían una serie de profesiones, propias de las ciudades, que se consideraban características, llegó un momento en que nadie quería desempeñarlas, para no sufrir sospecha de judaísmo.

El archivo de la Inquisición se constituyó como una máquina de división social, con toda la carga de resentimiento que ello conlleva.

Cuanto más visible fuera el puesto que uno ocupaba, mayor peligro corría. Y justo en ese momento de destrucción comunitaria en España, en amplias zonas de Europa se transitaba en sentido contrario, renovando la vida comunitaria con la reforma protestante, disminuyendo los lazos basados en los meros ritos religiosos, y fortaleciendo aquella derivada de la asunción de nuevos principios espirituales, generando una confianza, una ética social, que desarticuló el mundo medieval por completo, y dio paso a unas sociedades mucho más cohesionadas y tolerantes.

Dice Jose Luis Villacañas, de manera harto plausible, que «la mentalidad hispana no ha visto nunca un motivo para forjar lo común, toda vez que un Tribunal incontrolable y soberano siempre tiene la última palabra… (lo que conlleva a) carecer de ese sentido de comunidad libre, asentada en convicciones espirituales compartidas, y ese es el efecto de la Inquisición, y ese déficit es el más pernicioso elemento de nuestra historia».

Pero no el único. Hay otro de enorme carga negativa: «Se trata de la imposibilidad de tejer una relación de confianza entre el poder y la sociedad». La actuación de los Reyes Católicos y su maquinaria generó una irreparable desconfianza respecto del poder. Estos episodios fortalecieron un sentir popular de escepticismo, de cautela, expresado en multitud de cuentos y leyendas.

"Galileo ante la Inquisición, lienzo de Cristiano Banzi" Fuente: La Vanguardia, 20.01.21
“Galileo ante la Inquisición, lienzo de Cristiano Banzi” Fuente: La Vanguardia, 20.01.21

Y vemos como colofón del periodo, que a medida que se fue cumpliendo el plan inquisitorial, y murieron los hijos de la generación que se había forjado en los 100 años anteriores, que habían producido lo más granado de la intelectualidad hispana, fueron desapareciendo de nuestra historia los Nebrija, Cervantes, Góngora, Fray Luis, Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, por citar solo a los personajes más eminentes, al destruirse los mecanismos culturales que los habían hecho posibles.

El principal grupo profesional perseguido fue sobre todo el de los comerciantes, junto a las personas que desempeñaban las actividades propias de lo que hoy consideraríamos clase media, localizadas en los núcleos urbanos. La consecuencia de impedir el despegue efectivo de una clase burguesa, o lastrarla todo lo posible, es una de las que se advierten. 

Se persigue a los médicos. Es elocuente la historia del eminente Francisco López de Villalobos, médico de la casa ducal de Alba, y de Fernando el Católico desde 1.509, cargo en el que fue confirmado por Carlos V a cuyo servicio permaneció hasta su jubilación en 1.542. Fue acusado por el Tribunal de la Inquisición de haber obtenido su puesto mediante artes nigrománticas, y nos dejó esta tristísima confesión: «venga ya la dulce muerte, con quien libertad se alcanza».

De igual forma, Andrés Vesalio, de origen flamenco, célebre médico que renovó los estudios de anatomía, con su libro “De humanicorporis fábrica”. Acompañaba a Carlos V y Felipe II en sus campañas como médico particular, fue perseguido por la Inquisición, condenado, pero con ayuda de Felipe II se le conmutó la pena por una peregrinación a Tierra Santa, a cuya vuelta naufragó el barco en que viajaba, falleciendo.

El número de procesos en que se vieron incursos médicos es muy elevado, imposible siquiera de comentar aquí.

Pero expulsados los judíos, destruidos los conversos, expulsados los moriscos, liquidados los protestantes, se le agotaban los clientes al fecundo Tribunal, que se centró entonces fundamentalmente en la censura de libros, entre ellos, los de ciencia. Según explica José Pardo Tomás, en su libro “Ciencia y censura, la Inquisición española y los libros científicos en los siglos XVI y XVII”, precisamente entre 1.559 y 1.707 se produce la llamada revolución científica en toda Europa.

Se utiliza esta expresión para explicar el surgimiento de la ciencia durante el comienzo de la edad moderna, en física, astronomía, biología, anatomía humana y química, con Copérnico, Galileo, Newton, Kepler, Brahe, Halley, Descartes, Harvey, Boyle… entre otros muchos, y es justamente el momento de mayor fecundidad de la censura inquisitorial sobre la materia, con lo que impidió la difusión en España en dicho periodo trascendental, precisamente en la etapa más decisiva de aquella ebullición de las ciencias, los principales estudios  que se iban produciendo.

Los clérigos eran los encargados de calificar los libros de medicina, astronomía, química, física y de las más diversas materias científicas y los prohibían o purgaban a su antojo, según sus criterios teológicos, impidiendo de hecho su estudio y difusión, causando, según nos dice el autor antes citado, un daño irreparable. Imagine el lector el miedo a escribir, o a estudiar cualquier disciplina, que podría acabar en manos del Tribunal con las consecuencias conocidas. El deterioro en todas las artes y materias científicas, incluyendo las humanidades, es total.

El propio Juan Valera, celebrado novelista del siglo XIX, en un discurso pronunciado en 21 de mayo de 1.876, explicaba que no había sido escrita una historia de la literatura española, hasta que el alemán Boutwek lo hizo en 1.804, traducida muchos años después al castellano, ni tampoco una Historia de nuestro teatro, hasta que la escribió el también alemán Schak, seguida de otra obra del americano Jorge Tikcnor, desapareciendo además, nos añade, las obras de enjundia hechas por españoles,   originales, a partir de alrededor de 1.680, -bastante antes las más destacadas- desde cuya fecha se ha dado si acaso seguir humildemente a los extranjeros. La fortísima originalidad de la literatura y el pensamiento españoles, desapareció con los rigores inquisitoriales.

Ya vimos la frase de Vives y de otros humanistas como Manrique, en su correspondencia «… a partir de ahora no se podrá ni hablar, ni callar… ni pensar ni escribir, sin ser al punto acusado de judaizante, hereje…»

Aquella alianza del Altar y el Trono atraviesa los siglos impertérrita, con algunos matices durante el siglo XVIII, momento de acceso al Trono español de una nueva dinastía, la de los Borbones, fecundada aún más desde el arranque del XIX por el siniestro Fernando VII, y aunque obligada a suprimir la Inquisición la Regente María Cristina, por la presión conjunta de Inglaterra y Francia, su hija Isabel II mantuvo el aparato censor, y por lo demás persistían en su actividad represiva los restantes tribunales ordinarios

No contentos los carlistas, todavía pedían la reinstauración inquisitorial a lo largo del siglo XIX, reivindicación que recogían sistemáticamente en su programa. No olvidemos que la última guerra carlista finalizó en 1.876.

Y el núcleo central de la ideología que había sustentado la Inquisición, sigue influyendo en el siglo XX que aparece en las dificultades de establecer un sistema constitucional digno de tal nombre, hasta el advenimiento de la Segunda República -sin dejar de recordar los esfuerzos que hizo la primera para civilizar el país-, abortada por la sublevación franquista.

Tras el triunfo del glorioso Alzamiento Nacional, cruzada contra los herejes, bajo la dictadura de Franco se establecen, después del Fuero de Los Españoles, los llamados Principios Fundamentales del Movimiento Nacional en 1.958, que arranca señalando que se basan en la comunión de los ideales que dieron vida a nuestra Cruzada. Se establece en su principio segundo el acatamiento de la nación española a la Ley de Dios, formulada por la Iglesia Católica, cuya doctrina, inseparable de la conciencia nacional, inspirará las Leyes. El principio VII añade que la monarquía tradicional católica, social y representativa, es el régimen político de España. El ejercicio de ninguno de los más que hipotéticos derechos de los citados principios, «no podrán atentar contra la unidad espiritual, nacional y social de España».

La Iglesia española bendijo la sublevación franquista como cruzada nacional a los dos meses de haberse iniciado, señalando el Primado de España, cardenal Gomá, en la alocución que realizó desde Radio Navarra que: «…judíos, masones, fuera de ley o contra ley, envenenaron el alma nacional con doctrinas absurdas, con cuentos tártaros o mongoles, aderezados y convertidos en sistema político y social en las sociedades tenebrosas manejadas por el internacionalismo semita y que eran diametralmente opuestas a las doctrinas del Evangelio, que han alboreado en siglos nuestra historia y nuestra alma nacional» y ya hemos visto de qué manera. Ya el 15 de agosto de 1.936 el general Mola había dicho que estábamos en presencia de una futura victoria bajo el signo del catolicismo y Marcelino Olaechea, titular de la diócesis de Pamplona, señaló que: «no es una guerra lo que se está librando, es una Cruzada». En el mismo sentido se pronunció el cardenal Pla y Daniel, que afirmaba que una España laica ya no es España, por lo que la guerra en realidad era una cruzada. Finalmente, el Episcopado en pleno en su carta colectiva de 1 de julio de 1.937 apoyaba la rebelión militar. El sabor de todas estas expresiones y discursos, está claramente emparentado con sus antecedentes inquisitoriales.

Seguíamos, pues, con la anti España, territorio de negación incluso de su nacionalidad para quienes no pensaban como ellos.

Y los largos 40 años de franquismo, con una actividad criminal continuada, sus torturas también encubiertas por sus tribunales, la negativa de los juzgados ordinarios a investigarlas por visibles y documentadas que estuvieran, la persecución de toda disidencia, y el mantenimiento de una implacable censura, conllevó además  la entrega de la enseñanza sin reservas a la Iglesia, así como la omnipresencia de esta en los Ministerios de Justicia y Educación -entre otros-, poniendo a buen recaudo clerical los aparatos fiscal, judicial y cuerpos como el de la Abogacía del Estado.

No podemos extendernos en más detalles que harían que resultara excesivamente extenso este artículo, relativos a la pervivencia de muchos de los mecanismos, hábitos, complicidades y vínculos del modo de ejercerse el poder en España mediante la alianza de un poder político despótico y una cúpula eclesial extremista, que legitimaba a aquél y se beneficiaba de la situación. En justa reciprocidad, la atribución a Franco del honor de entrar bajo palio a las iglesias, reservado a las imágenes de la virgen, los santos y la custodia, lo conectaban con la divinidad, en esta teocracia fascista del siglo XX que hemos padecido hasta hace no demasiado tiempo.

Y ya que hemos hablado de las relaciones de la Inquisición con la Medicina, no puedo resistirme a acudir a las Memorias de Castilla del Pino, al capítulo en el que habla de la época en que cursaba la carrera en Madrid, en los años 40 del pasado siglo, cuando relata lo acaecido el día en que tras finalizar las sesiones del tribunal de oposiciones a cátedra de medicina, se levantó el presidente, Fernando Enríquez de  Salamanca, decano además de la facultad y dijo que era  «Día de gozo hoy para la Universidad española, estos tres nuevos catedráticos, más que eminentes histólogos y anatomopatólogos, son grandes católicos y grandes españoles». Añade que nunca pudo olvidar aquella frase.

Refiere también nuestro autor la impresión que le causó la actuación provocadora  de la que se vanagloriaba el catedrático de Pediatría y presidente de la Comunidad Depuradora de Responsabilidades Políticas, Enrique Súñer, relatada por él mismo, con el eminente doctor Tello, sucesor de Cajal, depurado y en situación posterior precaria, al que espetaba: «recuerda cuando dijo de los alumnos que no asistieron a clase el día de Santo Tomás, y dijo a los asistentes que sus compañeros salvarían su alma, pero no aprobarían la asignatura… A todos les llegó la hora del ajuste de cuentas». Muchos de los más destacados profesionales universitarios fueron ejecutados, encarcelados, purgados, o se vieron obligados a exiliarse.

Recordemos que fueron ministros franquistas los que fundaron la Alianza Popular, origen del partido de centroderecha que con  tanta moderación continúa oponiéndose a leyes como del divorcio, eutanasia, matrimonio homosexual, interrupción voluntaria del embarazo, y combatiendo los intentos tímidos de extender la enseñanza pública en nuestro país, en el que con la transición se heredó el aparato de estado del franquismo íntegro, y los usos y costumbres de corrupción tan bien instalados en aquel cristiano régimen.

Cuando asombrados vemos la virulencia con la que actúa hoy la muy extrema derecha española, de la que aún salen gajos todavía más ultras, la historia nos presenta la serie de características ancestrales que la explican, y que no han experimentado una ruptura con aquel pasado de extrema brutalidad que ha marcado nuestro devenir.

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