Otra herencia franquista: la judicatura
La suspensión por una jueza de Madrid de la emisión de un sello de correos que conmemora el centenario del PCE es una manera simbólica de ilegalizarlo, de forma retroactiva, que nos rememora el cristianísimo método, también retroactivo, que utilizaba la Inquisición para los perseguidos que habían fallecido con anterioridad al procedimiento, que consistía en exhumar sus huesos, para quemarlos en el correspondiente auto de fe.
No recuerdo quien decía que solo el perdón puede cambiar el pasado. Llevaba razón, en cierto sentido. Al perdonar, se desactiva aquello que ha ocurrido antes, se modifican y alteran sus efectos, y por eso, deja de ser lo que fue.
Pero sobre lo que no se ha reflexionado suficientemente es que también los jueces pueden cambiar el pasado.
Una muestra más de su peculiar poder es el de que juzgan hechos ya ocurridos que ellos no han presenciado, y que tras su sentencia, dejan de ser lo que fueron y pasan a ser lo que la resolución judicial dice que fueron.
Cambian el pasado. Es el efecto llamado en la jerga legal de «cosa juzgada». Para lo sucesivo, lo que ha ocurrido realmente ha sido lo sentenciado por el togado de turno, coincida o no con la realidad.
Señalo este ejemplo como manera de poner de relieve ante quienes no hayan reflexionado sobre el asunto, hasta donde llega el poder de los jueces.
Definen como han de interpretarse las normas, con lo que pueden hacer lo blanco, negro. Vemos continuamente como dejan sin efecto resoluciones de los órganos de gobierno tanto estatal como autonómico, sin olvidar que son los únicos que pueden decretar el ingreso en prisión, provisional o definitiva, de cualquier ciudadano, menos en España al Borbón de turno.
En la práctica pueden de hecho limitar los derechos fundamentales; en efecto, así ocurre desde la «modulación judicial» del derecho a la intimidad, al secreto de las comunicaciones, al de asociación o reunión, o a la pérdida de libertad.
Y todo esto lo pueden llevar a cabo, siendo uno de los poderes básicos del estado, sin tener una legitimación democrática directa, salvo la que aparentemente les otorga el haber aprobado una oposición cuyos tribunales de acceso también ellos controlan, con el concurso de un amplio e inadmisible entorno de impunidad: solo seis jueces en España han sido expulsados de la carrera judicial desde 1978 por beneficiar a delincuentes, mantener en prisión a inocentes, quebrar su imparcialidad al no abstenerse en asuntos de interés directo de familiares o acumular retrasos en dictar sentencias, entre otros motivos.
Se gobiernan a sí mismos mediante el Consejo General del Poder Judicial, cuya conformación se dirime por elecciones indirectas, en parte decididas corporativamente y que el Partido Popular pretende generalizar para que sean los propios magistrados quienes elijan a la totalidad de los miembros del Consejo.
Ocupan el último lugar de la toma de decisiones por lo que, como controlan a los otros poderes del estado, tienen la palabra definitiva en asuntos cruciales que afectan a toda la comunidad.
Sin embargo, la legitimidad democrática del juez al ejercer la potestad jurisdiccional se basa en que tiene que aplicar exactamente la Ley, que es la norma decidida por quienes ostentan la soberanía nacional.
Pero ya hemos tenido ocasión de analizar que esto no ocurre siempre así, sino que en muchas ocasiones son los prejuicios, la mentalidad, la ideología, «su sentido común», los que suelen determinar en última instancia el contenido de sus resoluciones, incluso juzgando sobre temas científicos, como el alcance de la pandemia, imponiendo sus puntos de vista por encima del de los biólogos y expertos en salud pública.
Frente a la simplista idea de que no pueden cometer tales abusos, pues han de aplicar la Ley, se alza contundente la realidad: antes de aplicarla, han de declarar sobre qué hechos ocurridos han de someterse a esta, y aquí es donde te las pueden dar todas. Los hechos sucedieron conforme considera el juez, y así puede a posteriori tomar en consideración la norma que le parezca más adecuada, entre otros mecanismos de matización siempre en sus manos.
En nuestro país, por regla general, el aparato judicial ha sido protagonista desde hace siglos en el ejercicio despiadado del mantenimiento en el poder de las clases dominantes, y de la forma de llevar a cabo la represión para asegurar este objetivo. Cuando Miguel Hernández hablaba de la tenebrosa vía de los juzgados, sabía lo que decía.

El más reciente ejemplo, especialmente grave, de esta peculiar forma de administrar justicia es el acuerdo adoptado por el Juzgado nº 30 de Madrid de lo Contencioso Administrativo, «suspendiendo la emisión del sello de correos que conmemora el centenario de la fundación del PCE» a instancia de un recurso de «los abogados cristianos». Es una manera simbólica de ilegalizar al partido comunista [1]Hojas de Debate, «La (supuesta) legalización del PCE» , de forma retroactiva, de alterar el pasado suprimiendo el recuerdo de su fundación, que a instancia precisamente de los demandantes nos rememora el cristianísimo método, también retroactivo, que utilizaba la Inquisición para los perseguidos que habían fallecido con anterioridad al procedimiento, que consistía en exhumar sus huesos, para quemarlos en el correspondiente auto de fe, como procedieron en el caso, entre otros muchos, de la madre de Juan Luis Vives, Blanca March.
No debemos olvidar, en este sentido, que la Inquisición no era sino un «Tribunal de Justicia», el del Santo Oficio. Así estuvo sembrando el terror cerca de 350 años en España, hasta avanzado el siglo XIX, y con los carlistas pretendiendo reintroducirla hasta cerca del final de dicho siglo, pues había sido eliminada gracias a la presión de Francia e Inglaterra, países tutelares de la monarquía española decimonónica, y cuyas opiniones públicas no toleraban el mantenimiento de aquella Institución. Pero el despotismo judicial prosiguió.
Durante la Restauración Canovista tuvieron gran protagonismo los Tribunales Militares.
El artículo 17 de la Constitución de 1876 preveía la suspensión de algunas de sus garantías «cuando así lo exija la seguridad del Estado…», y se recurrió a este expediente de forma casi continua, para perseguir los movimientos opositores, quedando en manos de una Guardia Civil militarizada y del Ejército el control del Orden Público. Francisco Fernandez Bastarreche en su libro «El Ejército, un instrumento ineficaz» señala «la creciente presencia militar en el aparato de estado, acotando áreas de actuación progresivamente más amplias».
En palabras del propio Cánovas en 1890 en el Ateneo, «el Ejército será por largo tiempo, tal vez para siempre, robusto sostén del orden social y un invencible dique de las tentativas ilegales del proletariado, que no logrará con sus tentativas violentas otra cosa que derramar inútilmente su sangre».
Así se aprueba en septiembre 1890 una versión del Código de Justicia Militar, de forma que en lo sucesivo se asignaba a los Tribunales Militares jurisdicción sobre todos los delitos de ofensa y desacato a la autoridad militar, cualquiera que fuera el medio utilizado.
A su vez, Ley de Jurisdicciones de 1906, pone bajo jurisdicción militar las ofensas orales o escritas a la unidad de la patria y al ejército, ampliando el campo de actuación de la jurisdicción militar sobre la población civil. Su artículo 2, un compendio de horrores, estuvo en vigor hasta el 17 de abril de 1931.
Sirva como ejemplo de la extensión de esta jurisdicción, el muy grave y conocido caso del enjuiciamiento de Ferrer Guardia, tras los sucesos de la Semana Trágica de Barcelona, que fue instruido por la jurisdicción militar, finalizando con sentencia que lo condenaba a muerte y que conllevó su fusilamiento el 13 de octubre de 1909.
Así hasta la dictadura de Primo de Rivera, que continuó el sistema y lo agravó.
El franquismo.
Bajo el franquismo, se extremó el protagonismo de los Tribunales Militares, los fusilamientos acordados en los consejos de guerra, sucediéndolo más tarde el Tribunal para la Represión de la Masonería y el Comunismo, luego el Tribunal de Orden Público (TOP) y heredados después, sin ningún tipo de ruptura con el pasado, por la actual Audiencia Nacional, tras la «modélica transición».
Los jueces bajo la dictadura se sintieron como peces en el agua, dado el grado de identificación que la inmensa mayoría tenía con ella.
Como con acierto sostenían, eran «totalmente independientes»: nunca necesitaron de la exhortación del ejecutivo para sostener la legislación franquista de principio a fin. No hacían falta injerencias. De forma sistemática se practicaba en las comisarías y cuartelillos la tortura, y como ha dicho el que fuera Jefe de la Fiscalía Anticorrupción, Jimenez Villarejo: «no incoaron ni una diligencia ante los lesiones por torturas». En 40 años. [2]Jueces pero parciales, pasado y presente, Carlos Jiménez Villarejo, Antonio Doñate Martín
La única intromisión a la que eran sensibles, era la clerical, dada la gran religiosidad de la mayoría de miembros del colectivo judicial: todavía recuerdo las divertidas anécdotas que nos contaban los abogados de antaño, sobre cómo en asuntos que pintaban francamente mal para sus defendidos, fuera en el orden civil o el penal, no tenían otro mecanismo de modulación que intentar acceder al confesor del juez y ganarlo para su causa.
Efectivamente, de la mano del acendrado catolicismo de muchos de sus miembros, el otro fenómeno digno de señalar que se inició en el tardofranquismo fue el de la penetración del Opus Dei en la judicatura y en la fiscalía, de modo que fueron captados muchos de sus componentes para la secta.
La Transición.
La Audiencia Nacional se creó mediante Real Decreto Ley de 4 de enero de 1977, el mismo día que se suprimía el Tribunal de Orden Público.
Fue consagrada por la Ley Orgánica del Poder Judicial en 1985 y avalada por el Tribunal Constitucional en 1987. Situada en las mismas instalaciones en que estaba el TOP, rentabilizando los mismos funcionarios, y heredando todo el aparato judicial. Diez de los 16 jueces del TOP ascendieron con la democracia a la Audiencia Nacional o al Supremo. Lo mismo ocurrió con los fiscales.
Los tres Presidentes de este franquista tribunal, Amat, De Hijas y Mateu, acabaron en el mismísimo Tribunal Supremo.
La penetración del Opus Dei era tan preocupante, que a instancia de Javier Moscoso, ex-ministro de la Presidencia con González, según informaba el diario El País en su edición de 26 de julio de 2000: «el pleno del Poder Judicial acordó prohibir la pertenencia de jueces y fiscales a organizaciones secretas o que generen entre sus adeptos vínculos de obediencia o disciplina», en una sesión en el que por cierto participó el ahora recién ascendido a miembro del Tribunal Constitucional, el polémico Enrique Arnaldo.
Este magistrado, ya entonces metido en estas lides, propuso en aquella reunión, con gran anticipación, la petición actual del Partido Popular, de que el nombramiento de todos los miembros del Consejo se hiciera por sufragio de entre todos los jueces, conocedor del carácter reaccionario o conservador de la mayoría de ellos, con la que se aseguraría la práctica totalidad de puestos en este órgano de gobierno.
Excuso señalar que el acuerdo sobre la prohibición de ser miembro de sectas nunca se puso en práctica, ni se controló su cumplimiento. Hoy día el Opus Dei sigue campando por sus respetos dentro de la judicatura.
En consecuencia, respecto del asunto tan en boga del nombramiento de los miembros del Consejo General del Poder Judicial, debe tenerse en cuenta que la asociación conservadora de la Magistratura reúne a la mitad de los jueces asociados, junto con la moderada Francisco de Vitoria. La Asociación «progresista» de Jueces para la Democracia acoge a solo el 8% de miembros de la carrera. Resulta fácil concluir cuáles serían los resultados del sistema de elección por parte de los jueces de todos los miembros del CGPJ.
Obsérvese asimismo que la mitad de los integrantes de la judicatura no está afiliado a ninguna de las asociaciones hoy existentes, motivo por el cual no pueden participan en los procesos de nombramientos dentro de la carrera judicial, lo que les hace ser críticos con el procedimiento vigente.
El Consejo del Poder Judicial no pone sentencias, no forma parte del Poder Judicial. Sin embargo designa a todos los que ocupan puestos claves en el Tribunal Supremo, Presidencias de las Audiencias, de los Tribunales Superiores de Justicia, etc. con lo que su influencia es trascendental y decisiva. De ahí que el Partido Popular bloquee la renovación que constitucionalmente debió llevarse a cabo hace ya cuatro años, para continuar con su mayoría en este órgano que asegura la continuidad conservadora mayoritaria en todos los puestos clave de la carrera, e impide el acceso a jueces próximos al PSOE y no digamos a otras posiciones.
La mayoría de los miembros de dicho órgano de gobierno incumple diariamente las normas de renovación del CGPJ al prolongar ilegalmente su pretérito nombramiento, proclamando a las claras el nulo respeto que les produce la «sujeción a la Ley» que se supone ha de guiar su actuación profesional.
Para intentar poner coto a estos abusos serían precisas, como mínimo, reformas que aseguraran el nombramiento democrático de los jueces, su formación no solo memorística, acorde con estos principios, y que su enjuiciamiento no se efectuara por sus propios compañeros, sino por un Jurado Popular que impidiera la impunidad sistemática de que se benefician los que incumplen la ley. O en su caso, como en Francia, por un Consejo Superior de la Magistratura en el que solo la mitad de sus miembros son jueces, junto a un fiscal, un consejero de Estado y tres personalidades designadas por el Presidente de la República, el Presidente de la Asamblea Nacional y el Presidente del Senado.
La debilidad del Gobierno y de la Fiscalía General.
Y claro, como aquellos polvos trajeron estos lodos, se han ido sucediendo actuaciones judiciales impresentables bajo parámetros democráticos, pero que han ido mostrando tanto el «in crescendo» del corporativismo, como la sujeción de los Tribunales a los principios más reaccionarios, limitando de manera efectiva las disposiciones gubernamentales cuando no han sido de la aquiescencia reaccionaria.
Desde el punto de vista del incremento del corporativismo, ya vimos los sonados casos «Bardellino» con la puesta en libertad del dirigente mafioso del mismo nombre a cambio de 10 millones de las antiguas pesetas, por parte del juez Varón Cobos a instancia del Magistrado Rodríguez Hermida, que se saldó con la absolución de ambos por el Tribunal Supremo, y reincorporación de Varón a los juzgados, donde siguió poniendo sentencias hasta que se jubiló, entre otros muchos supuestos.
Desde el punto de vista más político, el continuo boicot a los intentos gubernamentales de limitar la extensión de los colegios concertados, la mayoría en manos de la Iglesia Católica, y las gravísimas decisiones que dejan sin efecto las disposiciones gubernativas, incluso constitucionales, tendentes a impedir la segregación por sexos en la enseñanza por discriminatoria y la aminoración de las escasas sanciones que se imponen a los abusos de las grandes corporaciones, por poner alguno de los ejemplos más llamativos.
La intromisión irregular por parte de miembros del poder judicial en la actividad política ha ido escalando. Recordemos el proceso incoado por juzgado de Zaragoza nº 7 a la ex ministra de asuntos exteriores González Laya, por dar asistencia médica en España al dirigente del Frente Polisario Brahin Galli, enfermo de cáncer; las graves actuaciones que se detallan en el artículo sobre «La toga que defiende la tumba de Franco» que publicó El País en su edición de 28 de febrero de 2019 , sobre la suspensión de la exhumación de Franco del Valle de los Caídos llevada a cabo por el juez de San Lorenzo del Escorial Jose Yusty Bastarreche -hijo y nieto de almirantes franquistas-, por supuesta ilegalidad de una innecesaria licencia de obras de dicho Ayuntamiento; las peripecias del magistrado de la Audiencia Nacional García Castellón, cuyo regreso desde Italia, donde permanecía en comisión de servicios, era anhelado por los corruptos Zaplana e Ignacio González; la imposibilidad de procesar a Esperanza Aguirre y a Cospedal por sus graves actuaciones en la Comunidad de Madrid y en el gobierno del Estado respectivamente; el despojo por decisión judicial de su condición de diputado a Alberto Rodríguez el 22 de octubre del pasado año con la anuencia de Meritxell Batet Lamaña, Presidenta del Congreso de los Diputados …sin que el gobierno haya actuado con contundencia, interponiendo, por ejemplo, la correspondiente querella por presunta prevaricación contra estos jueces.
En casos como el reciente de la medida cautelarísima de impedir la edición de un sello de Correos conmemorativo del centenario del PCE, como en tantos otros supuestos, se hace imprescindible una reacción democrática que aúne la correspondiente querella por prevaricación contra la jueza que ha adoptado esta gravísima censura, con la movilización ciudadana para presionar tanto a quienes abusan de su cargo, como a los políticos que no sostienen con firmeza la legalidad democrática.
Notas
⇧1 | Hojas de Debate, «La (supuesta) legalización del PCE» |
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⇧2 | Jueces pero parciales, pasado y presente, Carlos Jiménez Villarejo, Antonio Doñate Martín |