El dudoso “privilegio” de la edad o cómo la historia nos enseña a comprender mejor el presente

Este fastidioso privilegio de la edad hizo que yo tuviera veinte años cuando la Francia de Guy Mollet (Partido Socialista), y luego de Charles de Gaulle, libraba una feroz guerra contra el pueblo argelino sublevado contra la colonización. Sesenta años después, parece que la historia se repite.

Fueron aquellos hechos de mi juventud los que me convirtieron en militante comunista, en virtud de dos “imperativos categóricos”, como diría el filósofo Kant: el primero, mi voluntad de igualdad entre los hombres (y las mujeres) y, por ello, mi rechazo de la explotación que constataba de unos por otros. El segundo, mi convicción del derecho de todos los pueblos a decidir su propio destino, a elegir sus leyes y a sus dirigentes, sin sumisión a conquistadores externos, como la de Francia a los nazis desde 1940 a 1945.

De manera más sencilla, llamábamos a esto moral comunista, exactamente lo contrario del egoísmo individualista dominante. Algunos de nosotros todavía seguimos pensando, en 2022, que el ideal comunista es también una exigencia moral. 

Con crímenes y torturas, la Francia colonial trataba de perpetuar en Argelia una desigualdad brutal. El pueblo indígena musulmán, mayoritario, expoliado y en la miseria, despreciado y silenciado, ni siquiera era reconocido en su identidad, ya que durante 130 años se le incluyó en tres departamentos franceses, bajo la autoridad de un Gobernador. El poder francés justificaba la guerra pretendiendo  que sus fronteras eran intangibles (el ministro François Mitterrand decía “defender la paz defendiendo a Francia, desde Dunkerque hasta Tamanrasset”).

Solidarios con el pueblo argelino, con su deseo de una vida mejor y de ser respetado, tuvimos que batallar durante años para convencer a los trabajadores franceses de que la paz sólo podría conseguirse con la independencia de Argelia. Porque hubo que esperar hasta 1962, después de ocho años de guerra, manifestaciones en nuestras calles y muertes inútiles de jóvenes franceses por una causa injusta, hasta que por fin el Gobierno de  De Gaulle accediera a negociar con los combatientes del FLN, representantes del pueblo argelino, la liberación nacional de Argelia.

Realidades ucranianas y manipulaciones francesas

Sesenta años después, parece que la historia tropieza y se repite.
Desde hace nueve meses, la guerra en Ucrania ha cambiado de escala y amenaza con convertirse en Tercera Guerra Mundial. Sus consecuencias son ya  desastrosas en ese país, donde se acumulan destrucción y muertes, pero afectan también al conjunto de los pueblos de Europa, incluido el nuestro: inflación y precios disparados, penurias anunciadas de electricidad, gas y calefacción.

Tales penurias tienen múltiples causas. Pero el estado de guerra en Europa tiene mucho que ver en ello, puesto que nuestros dirigentes políticos apoyan sin rechistar a los belicistas-nacionalistas de Kiev que se niegan a negociar y a sus patrocinadores e inspiradores estadounidenses, y les suministran las armas que exige el combate. Y, sobre todo, organizan a través de los medios públicos y privados un lavado de cerebro intensivo, alimentado por un odio irracional contra Rusia.

No cabe menospreciar su eficacia, pues la mayoría de nuestros conciudadanos siguen creyendo que todo es culpa del villano del Kremlin, frente a los angélicos agredidos de Kiev. ¡Exactamente como en 1958, cuando la mayor parte de los periódicos franceses glosaban diariamente los crímenes del FLN!

En realidad, Ucrania siempre ha sido un espacio dispar, antaño disputado entre el Imperio y la cultura rusos (con amplia difusión de la religión ortodoxa y la lengua rusa), en su parte oriental, y la englobada en el Imperio austríaco en su parte occidental (en gran parte católica). Las fértiles llanuras ucranianas fueron, a partir de 1917, el centro de las resistencias campesinas contra la revolución bolchevique, esencialmente urbana y obrera.

Durante la guerra civil entre rojos y blancos, esta contrarrevolución armada fue encarnada en Ucrania por las bandas nacionalistas de Petliura (apoyadas por los alemanes y después por otras potencias occidentales en 1920) y las anarquistas de Néstor Majnó, profundamente antisemitas.
Fue incluso en esta Ucrania anticomunista donde nació el concepto de “judeobolchevismo”, retomado por los nazis en la Alemania de Hitler.

La guerra civil y la intervención extranjera terminaron con la victoria de los comunistas, tras mortíferos combates y grandes hambrunas. Pero, especialmente en el oeste de Ucrania, a pesar de una dura represión, los sentimientos nacionalistas y anticomunistas seguían muy vivos una década después.

Prueba de ello es que cuando, en 1941, la URSS fue atacada por la Alemania nazi, no faltaron multitudes que aplaudieran a los ocupantes alemanes en el oeste de Ucrania (filmadas complacientemente por sus noticiarios) ni “colaboradores” suficientemente numerosos como para convertirse en voluntarios de las SS, ampliamente utilizados para “cazar judíos” y vigilar los campos de concentración.

Después de cuatro años de encarnizados combates, y sobre todo gracias al sacrificio de más de veinte millones de ciudadanos soviéticos, el nazismo fue aplastado esencialmente por el Ejército Rojo, y los pueblos de Europa recuperaron su independencia, incluidos los de Ucrania, reincorporada a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. 

Todavía durante algún tiempo después de 1945, las autoridades soviéticas tuvieron que combatir allí a los grupos nacionalistas clandestinos, herederos de los pronazis. Esta represión, que Nikita Kruschev había hasta cierto punto dirigido en Kiev, lo llevó, al acceder a la dirección de la URSS en 1954, a decidir arbitrariamente incluir en la República de Ucrania a las regiones rusófonas de Crimea, Donetsk y Lugansk. Su objetivo era compensar de este modo, dentro de esta república, el peso de las regiones occidentales, sospechosas de sentimientos nacionalistas-anticomunistas.

Pero, a diferencia de Stalin, Kruschev había dado muestras, desde al menos 1939 (hay quienes dicen que desde antes), de debilidad frente al nacionalismo ucraniano. Se decía que provenía de su esposa ucraniana, originaria de una región polaca y sensible a la causa nacionalista. En cualquier caso, nada más llegar al poder amnistió masivamente a los militantes y combatientes del Ejército Insurgente Ucraniano (UPA), originalmente pronazi, hasta su adopción por los servicios secretos de Estados Unidos.

Esta decisión administrativa, tomada sin consultar a las partes interesadas, no presentó mayores inconvenientes dentro de la URSS, donde primaba la ciudadanía soviética. Mientras se mantuvo la Unión Soviética las fronteras entre las repúblicas eran fronteras internas. Será bastante diferente después de 1990, cuando el colapso suicida de la Unión Soviética dé lugar a una multitud de estados independientes, repartidos en función de las que habían sido fronteras internas de la extinta Unión.

Los avatares de la independencia de Ucrania

Desde la independencia de Ucrania, sus pueblos han vivido traumas aún peores que los de la vecina Rusia: primero, el retorno a un capitalismo desenfrenado, que entregó la economía del país al saqueo de “oligarcas” depredadores y políticos corruptos, alineados con potencias extranjeras, como lo fue Yeltsin en Rusia.
Luego, en este nuevo estado, atrapado entre graves carencias y sueños de emigración hacia la imaginaria abundancia en Occidente y la discriminación xenófoba contra las minorías de habla rusa y otras. La situación empeoró gravemente a partir de 2014, cuando, aprovechando el descontento general, los partidos nacionalistas de extrema derecha ucranianos, en connivencia con círculos oligárquicos vinculados a las potencias occidentales, tomaron el poder mediante un golpe de Estado en Kiev (la llamada “Revolución de Maidán”, continuación de la conocida como “Revolución Naranja” que había fracasado unos años antes), con gran alegría y la ayuda manifiesta de servicios secretos occidentales y de los políticos sometidos a su influencia.

A partir de entonces, estos líderes nacionalistas instalados en Kiev, reforzados por el apoyo de los EE.UU. y la OTAN, empezaron por prohibir algunos partidos de oposición y después a  todos ellos, incluido el PC de Ucrania, y multiplicaron las medidas vejatorias contra los ciudadanos de las regiones rusófonas de Crimea, Donietsk y Lugansk (Donbass), incluidas, en gran medida contra su voluntad, en el estado ucraniano. Igual que el pueblo argelino fue una parte colonial de Francia.

¡Llegaron al extremo de tratar de prohibirles la utilización de la lengua rusa!

Obviamente, esto condujo a la insurrección popular de estas tres regiones, tan justificada como lo fue hace sesenta años la del pueblo argelino, negado en su propia  existencia. Y, como hace medio siglo, nuestra moral comunista nos exige defender el derecho de los pueblos a la autodeterminación, el de los pueblos de habla rusa de Crimea, Donetsk y Lugansk. Como también el del pueblo ucraniano de Lviv, Kiev, etc.

A lo largo de ocho años, estos principios fueron descaradamente burlados, sin que las opiniones públicas occidentales (incluida la francesa), formateadas por los medios de comunicación que vomitan su odio antirruso, antichino, etc., y sin que las potencias occidentales (Francia incluida), garantes de los acuerdos de Minsk, ejercieran la menor presión sobre Kiev para que los respetara y aplicara.

Han perjudicado al conjunto de los ucranianos, cuyos líderes nacionalistas se han convertido en marionetas manejadas desde Occidente por EE.UU. y sus aliados europeos de la OTAN, encantados de utilizarlos para destruir al competidor ruso, como utilizan a los nacionalistas de extrema derecha de Polonia en los países bálticos, regados con inversiones y armas (y a los separatistas de la isla de Taiwán contra China).

Perjudicaron especialmente a las poblaciones del Donbass, bombardeadas sistemáticamente durante más de siete años por el ejército ucraniano, con total desprecio de los acuerdos de Minsk, firmados en 2015 como cauce para restaurar la paz en la región, mediante el reconocimiento de autonomía a las regiones de dominante lingüística y cultural rusa.

Pero las autoridades de Kiev nunca los aplicaron, con el consentimiento de EE.UU. y la OTAN que, al contrario, incrementaron las provocaciones de todo tipo, incluidas las militares. Hasta febrero de 2022, cuando lograron que se produjera la respuesta militar rusa.

Porque los beligerantes directos, mediante el suministro de armamento cada vez más sofisticado a los combatientes ucranianos (drones de seguimiento de objetivos y bombas guiadas, equipamiento y entrenamiento de milicias nacionalistas muy eficaces como Azov), son los dirigentes estadounidenses del entorno del presidente Biden y los europeos de la OTAN y la UE., que corren a obedecerles, sin importarles las consecuencias nefastas para sus pueblos.

La guerra subcontratada: pagan los pueblos. Ilustración de Fernando Francisco Serrano. Fotos: AFP, L. Marin/AFP y EFE/EPA/Ukranian Presidential Press Service.

¿Cómo detener el engranaje?

Desde el mes de febrero pasado, la guerra asola a Ucrania y sus pueblos, los cadáveres ucranianos y rusos se amontonan y el incendio amenaza cada día con extenderse a los pueblos vecinos, e incluso al mundo entero. Sin que se vislumbre una perspectiva de negociaciones de paz.

Porque los beligerantes se niegan a aceptar el derecho de cada pueblo a decidir su propio destino:

1) El gobierno nacionalista de Ucrania se empeña en fijar como objetivo final el mantenimiento de los pueblos de habla rusa de Crimea, Donetsk y Lugansk bajo su dominio, como la Francia colonial se aferraba a la Argelia martirizada.

2) Los dirigentes de EE. UU., la OTAN y la UE apoyan las peores provocaciones de su títere Zelensky, atizando el incendio ucraniano con miles de millones de dólares, armas y mercenarios.
Cualquier analista serio sabe muy bien que bastaría que los amos de Washington decidieran detener su guerra contra la denostada Rusia para que sus trágicos peleles de Kiev se vieran obligados a negociar la paz, y para que sus subordinados europeos de la OTAN y la UE les siguieran al unísono.

Pero ello requeriría el despliegue, desde Nueva York a París o Varsovia, de un vasto movimiento popular que exija la paz. No hay otra forma de obligar a las fuerzas imperialistas a dar marcha atrás y renunciar a sus planes para mantener por medio de la guerra su dominación mundial amenazada.

Desafortunadamente, aún no estamos en ese punto, aunque aspiramos a ello.

Personas de buena fe, atiborradas de la propaganda belicista de nuestros medios, nos replicarán: “¿Entonces estáis de acuerdo con Putin y con Rusia?”

Así que seamos claros a este respecto:

No compartimos las motivaciones ni la estrategia del anticomunista Vladimir Putin, que participó en la destrucción de la Unión Soviética y gobierna su país a través de la demagogia nacionalista, el control policial y el apoyo de los popes más reaccionarios.

Simplemente, rechazamos el bombardeo belicista de nuestros medios. Putin es el representante elegido por una amplia mayoría de los ciudadanos rusos, que son los únicos facultados para decidir sobre las leyes y los gobernantes de su Estado. Las imposiciones y “sanciones” de las potencias occidentales contra ellos son totalmente insoportables, tanto más cuanto que también conllevan consecuencias desastrosas para  todos los pueblos de Europa, incluido el nuestro.

Nuestro deber es luchar por la paz contra las mentiras inspiradas por la OTAN: verdadero envilecimiento belicista de los pueblos de Europa.

26/11/2022

Francis Arzalier

Historiador, miembro de la Asociación Nacional de Comunistas de Francia (ANC) [1]Versión original en francés: <http://ancommunistes.org/spip.php?article4472> Traducción: Hojas de Debate.

Notas

Notas
1 Versión original en francés: <http://ancommunistes.org/spip.php?article4472> Traducción: Hojas de Debate.
Comparte este artículo

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *